Editorial

Editorial: El elitismo del Teatro Nacional

El Teatro es una institución elitista, dice la vertiente demagógica de la Asamblea Legislativa, donde nunca ha sido escasa, pero en muchas oportunidades fue menos incoherente. Pese a versiones muy difundidas, el Teatro no es obra de la oligarquía cafetalera, sino del esfuerzo de todo el pueblo, obligado a financiarlo con un impuesto a las importaciones.

Los argumentos esgrimidos para negar al Teatro Nacional el financiamiento de urgentes reparaciones y mejoras en los sistemas de seguridad, en especial la prevención de incendios, van desde la garantía teológica de incombustibilidad del edificio hasta la más grosera demagogia.

Un pastor parlamentario declaró inexistente el peligro de incendio. En consecuencia, los gastos son superfluos. Absurdo como es el argumento, no dista mucho de los arrebatos populistas. El Teatro es una institución elitista, dice la vertiente demagógica de la Asamblea Legislativa, donde nunca ha sido escasa, pero en muchas oportunidades fue menos incoherente.

Hay dos formas de interpretar el cargo de elitismo. La primera y más obvia es que el Teatro excluye por precio. Es fácil comprender esa impresión. Las artes escénicas y otras manifestaciones de la cultura no ejercen atractivo universal. Quien no visita el Teatro seguramente ignora los precios de ingreso y, si juzga a partir del esplendor del edificio, la imaginación puede distorsionar el cálculo.

Los martes al mediodía toda persona puede disfrutar de una obra por ¢3.390 y, si es estudiante, la entrada vale ¢1.695. Sentir el placer de escuchar a la Orquesta Sinfónica Nacional cuesta ¢6.780 en las galerías laterales y ¢7.910, en la central, filas 2 a 5. La primera fila de la galería central vale ¢9.040 y se puede comprar butaca o palco en platea por exactamente el doble.

Esas últimas posiciones de privilegio son, de todas formas, más baratas que el concierto de Daddy Yankee en el estadio Saprissa. La entrada más barata, en sol sur —como quien dice galería remota— cuesta ¢22.900. A partir de ahí, los precios pegan un salto a ¢35.600 en sombra y se enrumban, en ascenso, hasta ¢99.610.

Daddy Yankee y el estadio Saprissa pueden darse el lujo de ser tan elitistas como quieran, pero el Estadio Nacional no es privado y los organizadores del partido contra la deslucida Selección de Nicaragua cobraron ¢12.000 por el boleto más barato. El precio promedio de las eliminatorias de Concacaf rondó los ¢10.000 por los asientos más modestos.

Quizá el precio de entrada al estadio se justifique, pero el contraste impide acusar al Teatro Nacional de excluyente o elitista por razones económicas. Eso sin contar las actividades de proyección escenificadas por el Teatro en otras regiones. Podría ser, entonces, que los enemigos de elitismo no se refieran al precio, sino a las actividades habituales. Las artes pueden parecer elitistas a quien no las entiende, pero toda sociedad democrática debe expandir su comprensión hasta donde sea posible. El Teatro Nacional está a la vanguardia de ese esfuerzo.

Si la política cultural esbozada por don José Figueres Ferrer en la pregunta “¿Para qué tractores sin violines?” se mantiene constante, el país no tardará en tener más diputados convencidos de la utilidad de los violines. Por otra parte, si el cargo de elitismo no se relaciona con precios y menosprecios a la cultura, seguramente tendrá raíces en el desconocimiento de la historia.

Pese a versiones muy difundidas, el Teatro no es obra de la oligarquía cafetalera, sino del esfuerzo de todo el pueblo, obligado a financiarlo con un impuesto a las importaciones. La idea inicial fue edificarlo con un tributo sobre las ventas de café en el extranjero, pero esa fuente de recursos duró poco. El grueso del dinero salió del impuesto pagado por todos los costarricenses de la época y no solo por la élite. Si el Teatro fue escenario de bailes de sociedad, exclusivos y elitistas, de eso hace muchos años. Hoy, es un símbolo estrechamente vinculado a la nacionalidad y sus valores. Ojalá suficientes diputados lo comprendan.

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