A una semana de las elecciones celebradas en Venezuela, no existe duda alguna de que su presidente legítimo es Edmundo González Urrutia. Es hora de que todas las democracias, en particular del hemisferio, reconozcan esta realidad incontrovertible y exijan al régimen de Nicolás Maduro abrir paso a una transición ordenada y pacífica del poder. Cómo realizarla es el único objeto de negociación posible.
El resultado no admite dudas y es irrenunciable. Existen pruebas abundantes e incontrovertibles de que el candidato opositor ganó por arrolladora mayoría. Esta fue la voluntad del pueblo y debe respetarse.
Son los propios venezolanos quienes mejor lo saben. Fueron ellos los que acudieron masivamente a las urnas en ejercicio de su soberanía, los que acompañaron a González y a la dirigente María Corina Machado en masivos actos de campaña alrededor del país, y los que exigen desde el domingo, pese a las presiones y represión de la dictadura, que se respeten los votos.
Su clamor en las calles ya ha cobrado, al menos, 20 vidas inocentes a manos de las fuerzas de choque, y ha llevado a la cárcel, sin cargos legítimos algunos, a centenares de ellos. Lo menos que merecen es una amplia y eficaz solidaridad internacional.
Si aseguramos con certeza que González es el presidente legítimo, se debe, sobre todo, a que la oposición tiene en sus manos el 80% de las actas de votación, que en conjunto documentan una victoria del 67% sobre Maduro. Son documentos oficiales, impresos al concluir las votaciones en cada mesa, que no admiten discusión legítima alguna. Por algo han pasado tantos días sin que el Consejo Nacional Electoral (CNE), institución totalmente doblegada al oficialismo, haya ofrecido siquiera resultados mesa por mesa; menos aún, mostrado las actas. Esto quiere decir que su proclamación del triunfo de Maduro por un 51,44% fue una burda invención destinada a enquistarlo en la presidencia; un fraude de grosera magnitud. Es razón de más para desconocerlo como triunfador legítimo.
A lo anterior se añaden las encuestas a boca de urna realizadas el propio domingo, que arrojaron datos muy similares a los de las actas divulgadas por la oposición. Además, una misión del Centro Carter, con sede en Atlanta, el único grupo independiente invitado por el régimen como observador del proceso, emitió el martes en la noche un demoledor informe sobre su desarrollo. En él puntualiza, entre otras cosas, que la elección “no se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada como democrática”, es decir, fue ilegítima.
Maduro y sus secuaces se han sacado de la manga una ridícula iniciativa. Con ella pretenden hacer creer que tienen voluntad de transparencia, ganar tiempo para consolidar su fraude consumado y apaciguar a algunos gobiernos simpatizantes o cómplices de América Latina. Pretenden que la Corte Suprema, que ha sido su instrumento a lo largo de estos años, se pronuncie sobre la legitimidad de los resultados oficiales. Por desgracia, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dice estar de acuerdo con esta maniobra.
Hasta ahora, sin embargo, ningún otro ha caído en la trampa, ni siquiera los de Brasil y Colombia, que han mantenido una actitud ambigua. Piden que el CNE enseñe las actas, pero se negaron a apoyar en la OEA una resolución que lo exigiera, y no han dado por buenas las que mostró la oposición, pese a ser oficiales. No han reconocido a Maduro, pero tampoco a González; y, junto con México, han lanzado la idea de una negociación directa entre ambos, sin aclarar su índole.
En cambio, otros gobiernos, entre ellos los de Costa Rica, Argentina, Chile, Estados Unidos, Perú, Ecuador y Uruguay han sido claros en rechazar los espurios resultados oficiales, y dar como ganador a González. Es lo que corresponde, porque reconoce y respeta la decisión del pueblo.
El resultado electoral es innegociable. Las maniobras dilatorias de Maduro deben rechazarse sin ambages; con mayor razón su estrategia represiva brutal. La presión debe ir dirigida a que abandone el poder. Las negociaciones, si está dispuesto, deben encaminarse a crear una hoja de ruta para su salida expedita. Mientras tanto, la tibieza es la peor consejera. Son múltiples los casos en que el régimen ha utilizado procesos negociadores para simplemente hacer que todo siga igual. Ahora, esta opción es totalmente inaceptable.