El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, orquestó el Primero de Mayo dos golpes letales y brutales contra la democracia y las instituciones salvadoreñas. Como resultado, desaparece la real separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Quedaron concentrados en uno solo, muy personal, y, por ende, arbitrario: el propio Bukele. A partir de ahora, los pesos y contrapesos sin los cuales las democracias mueren dejan de existir. El camino hacia la autocracia quedó allanado. Lo que sigue, sin duda, será peor. Es un momento negro para El Salvador y toda Centroamérica.
La doble maniobra fue consumada por la nueva Asamblea Nacional, que asumió funciones el sábado. Con la mayoría de dos tercios alcanzada por el partido Nuevas Ideas, de Bukele, en las elecciones del 28 de febrero, al que se sumaron unos pocos diputados de pequeñas agrupaciones, su primer acto, mediante una dispensa de trámites, fue destituir al pleno de la Sala Constitucional y sustituirlo por magistrados totalmente plegados al presidente. La votación fue de 64 votos a favor y 20 en contra. Un par de horas después, en vista del rechazo de los titulares, la policía tomó la sede de la Corte Suprema de Justicia para abrir paso a los sustitutos.
El segundo acto, en rápida secuencia, fue la remoción del fiscal general, Raúl Melara, y su reemplazo por Rodolfo Arriaza, otra ficha presidencial. En su primera conferencia de prensa, al filo de la medianoche y solo con la presencia de periodistas afines al oficialismo, afirmó que buscará «armonizar» su trabajo con la policía.
Ambas decisiones sumarias implican un atropello al debido proceso y a las más elementales normas parlamentarias. Pero, aunque hubieran seguido de forma impoluta los procedimientos para realizar la barrida, su factura antidemocrática es evidente y rapaz. La esencia autoritaria no la borra que quienes votaron por la destitución sean diputados elegidos libremente por la población, porque la democracia es un régimen al cual las elecciones dan legitimidad de origen, pero su vigencia y su práctica se basan, entre muchas otras cosas, en el respeto a las instituciones, los derechos individuales y sociales, la libertad de expresión, la transparencia y la separación de poderes. Solo así es posible evitar las arbitrariedades, proteger la convivencia y respetar el Estado de derecho.
Contra todo esto se dirigió el golpe antiinstitucional gestado desde la presidencia salvadoreña, que busca allanar el camino para su desempeño al margen del escrutinio público. La Sala Constitucional ya había censurado a Bukele por medidas contrarias a los derechos ciudadanos, aunque de todos modos las ejecutó. La Fiscalía había ordenado el secuestro de documentos en algunas oficinas públicas, por sospechas de corrupción, lo cual la policía impidió, en su momento, arbitrariamente. El 9 de febrero, luego de que la Asamblea Nacional, entonces controlada por la oposición, bloqueó unos fondos para iniciativas de seguridad, Bukele irrumpió en ella junto con algunos militares.
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Esos hechos revelan un patrón de conducta claramente desdeñoso de la Constitución, la separación de poderes y los mandatos que debe cumplir —y límites que debe respetar— cada uno de ellos. Contra esa garantía democrática se dirigió la doble maniobra del Primero de Mayo. Con una Sala llena de fichas presidenciales, el control de constitucionalidad de las decisiones del Ejecutivo quedará vaciado de contenido; con un fiscal general también sometido, las investigaciones sobre posibles actos corruptos y otras arbitrariedades —que muy probablemente crecerán— serán nulas. Y con la mayoría superior a dos tercios en la Asamblea, el camino para reformas constitucionales profundas, que incluso le permitan a Bukele la reelección indefinida, quedó libre.
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La gravedad de los hechos, por todo lo anterior, es profunda. Al día siguiente de su consumación, el secretario general de la Organización de Estados Amerianos (OEA), Luis Almagro, emitió un comunicado en el que rechaza las destituciones y sustituciones. Exige «el más pleno respeto al Estado de derecho democrático», recuerda que «las mayorías parlamentarias y la acción del Gobierno deben fortalecerlo permanentemente con diálogo político para el mejor funcionamiento de la democracia» y finaliza con esta sentencia: «Las acciones que lleven a su erosión y a la cooptación (sic) del Poder Judicial solamente conducen a una sociedad injusta, basada en la impunidad y la persecución política».
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La injusticia y la impunidad ya están vigentes en El Salvador. La persecución política ya asoma su perverso rostro. Tras él, lo hace la dictadura personalista disfrazada. La comunidad internacional debe reaccionar vigorosamente frente a esta arremetida autocrática, apoyar a los debilitados sectores salvadoreños que tratan de impedirla y añadir a las condenas contra este golpe acciones que impongan a Bukele y sus secuaces costos por su ejecución.