El Salvador es la segunda economía más pequeña de Centroamérica, solo superada en modestia por la de Nicaragua. Su población es ligeramente mayor que la de Costa Rica, pero su desarrollo es mucho más bajo. Su relación con Estados Unidos, al igual que la de otros países de la región, es particularmente estrecha debido al comercio bilateral, pero alcanza mayor profundidad en virtud de la dependencia de las remesas enviadas por los esforzados salvadoreños radicados en ese país.
La dependencia económica es tan pronunciada que los dólares de las remesas superan los obtenidos por las exportaciones. En el 2023, las ventas de bienes en el extranjero totalizaron $6.500 millones y las remesas, $8.161 millones. La brecha refleja considerables falencias estructurales, como la falta de oportunidades laborales, la limitada diversificación económica, la elevada tasa de migración y, en general, la escasa capacidad del país para generar riqueza de forma autónoma. El desequilibrio evidencia las vulnerabilidades de la economía salvadoreña y su dependencia de factores externos.
Un país incapaz de producir suficiente riqueza propia compromete su crecimiento económico a largo plazo. Las cifras son claras: mientras otros países de la región experimentan crecimientos superiores al 3,5 %, El Salvador apenas alcanza un promedio del 2,5 %, una tasa muy baja en comparación con el resto de América Latina.
La dependencia de las remesas no solo limita el desarrollo económico; también obstaculiza la innovación y el avance en sectores clave. En lugar de fomentar la creación de valor mediante la educación, la inversión y el emprendimiento, las personas se acostumbran a recibir ayuda externa. Esto les resta incentivos para desarrollar las habilidades necesarias para impulsar el progreso nacional. En síntesis, se opta por recibir el pescado en vez de aprender a pescar.
La falta de diversificación industrial es otro desafío crítico. La economía salvadoreña sigue supeditada, en gran medida, a sectores tradicionales como la agricultura y la manufactura ligera. Su industria tecnológica muestra poco desarrollo en comparación con otros países de la región, y eso limita las posibilidades de crear mayor valor agregado. El rezago es evidente sobre todo en industrias como la textil, que representa aproximadamente el 40 % de las exportaciones de bienes, pero compite directamente con gigantes asiáticos como China, Vietnam y la India, beneficiarios de una ventaja significativa en términos de costos y capacidad de producción.
Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la baja productividad en El Salvador representa un obstáculo para mejorar el nivel de vida de la población. La inversión extranjera directa, que no supera los $1.000 millones anuales (en contraste con los $4.000 millones recibidos por Costa Rica), se concentra en sectores de baja calificación, intensivos en mano de obra. En consecuencia, por cada millón invertido se crean 5,7 nuevos puestos de trabajo, mientras en Costa Rica la cifra asciende a 7,4. Este desajuste refleja no solo una menor capacidad para atraer inversiones de gran valor agregado, sino también un crecimiento menos dinámico en términos de generación de empleo calificado.
El mercado laboral representa uno de los mayores desafíos para El Salvador. Aunque la tasa de desempleo cercana al 5 % es relativamente baja en comparación con otros países, el empleo formal es insuficiente para satisfacer las necesidades de la población. Gran parte de la fuerza laboral se encuentra en el sector informal, lo que ha llevado a que aproximadamente el 70 % de los trabajadores estén empleados en condiciones precarias, según datos de la Cepal.
A pesar de los intentos de presentar a El Salvador como un modelo de éxito, la realidad es que es una economía frágil y dependiente. La falta de diversificación productiva, la escasa capacidad para generar valor agregado y la creciente dependencia de las remesas evidencian las limitaciones estructurales. Aunque el discurso oficial resalta ciertos logros, las cifras revelan que sigue siendo una nación con serias deficiencias en su crecimiento económico y en su capacidad para ofrecer oportunidades sostenibles a largo plazo. Y, sin desarrollo económico, las causas subyacentes de la criminalidad siempre estarán al acecho, en espera del menor debilitamiento de la mano dura.