El Sistema Nacional de Radio y Televisión (Sinart) fue creado, según el artículo 5 de su ley rectora, para ofrecer “programas culturales, musicales, artísticos y deportivos, así como todos aquellos de interés académico, social, político y económico”, cuyo objetivo sea promover una serie de altos principios consagrados en la propia ley.
Para financiarlo, el artículo 19 dispone, además de las partidas asignadas en los presupuestos ordinarios y extraordinarios de la República, los ingresos y el rendimiento de sus actividades, la comercialización y las ventas de sus productos o espacios y la participación en el mercado de la publicidad mediante una agencia creada por la propia ley como parte del sistema.
Como el fin era crear una red de radio y televisión cultural, los legisladores no confiaron en la capacidad del Sinart para atraer clientela, ni siquiera entre las instituciones del Estado. Por eso ordenaron a las entidades públicas pautar en el Sinart S. A., mediante su agencia, “por lo menos el diez por ciento de los dineros que destinen a publicidad e información en radio, televisión u otros medios de comunicación”.
El requisito es relativamente modesto y ofrece una idea del propósito de los legisladores. A nadie le pasó por la mente la posibilidad de que la agencia concentrara los miles de millones de los presupuestos publicitarios del Estado, especialmente de las instituciones autónomas, incluidas las sometidas a la competencia con empresas privadas, para distribuirlos con criterios ajenos a los imperantes en la industria de la publicidad.
El criterio más utilizado por la administración es la “democratización de la pauta”, definido por la exministra de Comunicación Patricia Navarro como un medio para “torcer el brazo a los periodistas” y “pagar publicidad para que hablen bien del presidente”. Un gobierno decidido a seguir ese programa puede lograr un peso desproporcionado y directo sobre los medios de comunicación, especialmente los más pequeños.
La marejada de dinero de los presupuestos publicitarios, distribuida sin criterio técnico, puede constituir una amenaza para la democracia y el pluralismo, además de desperdiciar recursos destinados a mejores fines, como informar a la ciudadanía sobre asuntos de interés práctico, en algunos casos, y competir en el mercado, en otros.
Un gobierno podría, mediante la concesión o retiro de la pauta, manipular la información transmitida a los votantes en época electoral, estimular el ataque a los contrarios o el elogio de los partidarios, para no mencionar el apoyo a sus políticas y la crítica a quienes las adversan. Todas esas distorsiones podrían financiarse con dinero público, como lo sugieren las declaraciones de la exministra.
Mientras exista la agencia de publicidad del Sinart y se obligue a las instituciones a destinarle un porcentaje mucho mayor al mínimo estimado por ley para su mantenimiento, la tentación de abusar de esa fortuna estará presente, no importa el sacrificio de la autonomía de las entidades o de sus fines comerciales. Como resulta obvio por el mínimo fijado en la ley, nadie pensaba en acumular allí contratos por más de ¢8.000 millones.
La intención nunca fue meter al Estado en el negocio publicitario, sino financiar un sistema de medios culturales. El peligro connatural a la ley nunca antes se hizo evidente. Hoy queda más claro con cada sesión de la comisión investigadora creada por la Asamblea Legislativa.
El caso del Sinart no se reduce a la clásica discusión entre estatismo e iniciativa privada. No es, por ejemplo, el debate sobre la preservación o el fin del monopolio de la Refinadora Costarricense de Petróleo (Recope) o la apertura del mercado eléctrico. La pregunta es si conviene entregar al gobierno medios para “torcer el brazo a los periodistas” y “pagar publicidad para que hablen bien del presidente”.
La respuesta no debe ser el resultado de la confianza en el compromiso democrático de determinado gobierno, sino de la ponderación del evidente riesgo de entregar a cualquier gobernante una influencia descomunal sobre los medios de comunicación. Por esa vía se han perdido demasiadas democracias.
Recope y el ICE pueden mantener su monopolio hasta las calendas sin poner en peligro la institucionalidad democrática. El Sinart es otra historia y no debemos caer en la confusión. Quizá la única cabida para el debate sobre el estatismo en este caso es el daño causado a las empresas públicas en competencia, como lo advirtió el jefe de la División Comercial del ICE en un correo sobre “los posibles impactos y repercusiones para la marca (Kölbi), en el caso de tomar decisiones publicitarias no alineadas con las metodologías de selección de medios y de asignación presupuestaria para la pauta”.
La modificación de la ley del Sinart para impedir la concentración y posible abuso de la inversión publicitaria estatal es una causa en que estatistas y liberales pueden unirse, cada cual desde su perspectiva ideológica, para preservar las instituciones y prácticas democráticas.
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