La trascendencia del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) para la vida democrática nacional se manifiesta desde los articulados iniciales de nuestra Constitución. El primero define a Costa Rica como “una república democrática, libre, independiente, multiétnica y pluricultural”. El sexto dispone que “el Gobierno de la República es popular, representativo, participativo, alternativo y responsable”, y lo ejercen el pueblo y los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial (en este orden).
Casi de seguido, añade lo siguiente: “Un Tribunal Supremo de Elecciones, con el rango e independencia de los Poderes del Estado, tiene a su cargo en forma exclusiva e independiente la organización, dirección y vigilancia de los actos relativos al sufragio, así como las demás funciones que le atribuyen esta Constitución y las leyes”.
La secuencia es sólida: una república democrática, un gobierno con las características, valores y rasgos que esta implica, y un órgano especializado y autónomo –el TSE–, equiparable a los tres poderes tradicionales del Estado, responsable de que todo lo anterior se asiente en el ejercicio libre del sufragio. Porque solo mediante los votos emitidos en procesos libres, competitivos, abiertos y reglados, en el marco de la Constitución, el Código Electoral y el resto de nuestra estructura legal e institucional, se puede manifestar plenamente la soberanía popular.
Esta centralidad de la institución para la esencia y desempeño de nuestra democracia siempre debe estar en la mente y la conducta de los ciudadanos, en particular aquellos que ocupan, o pretenden ocupar, posiciones de representación popular. Son estos los más obligados a respetar la naturaleza y decisiones del Tribunal, no solo por la responsabilidad política y legal intrínseca a sus tareas, sino por una realidad incontrovertible: de no ser, precisamente, por la existencia de nuestros procesos electorales, en el marco de las garantías constitucionales y el Estado de derecho, no ocuparían los cargos que hoy ejercen y, de hacerlo, carecerían de legitimidad.
Desde que, hace 75 años, el Tribunal fue establecido con sus rasgos actuales por la Constitución de 1949, su desempeño, aunque no carente de algunos errores, ha sido esencialmente impecable. Lo hemos palpado en todas las elecciones que le ha tocado organizar; en el apego a su total transparencia y equidad; en la pulcritud de su supervisión; en la solidez e imparcialidad de sus decisiones; y en el minucioso apego a sus mandatos constitucionales y legales.
También es destacable su presentación a la Asamblea Legislativa, en el 2023, de iniciativas de reformas puntuales al Código Electoral, para mejorar la representatividad de los partidos políticos, introducir mayor equidad y transparencia a su financiamiento y actualizar la regulación de la propaganda electoral. A pesar de las diatribas presidenciales contra esto último, todas las propuestas se encuentran muy avanzadas en la corriente legislativa. Confiamos en que se puedan aprobar a tiempo para que entren en vigencia durante el proceso electoral que tenemos a las puertas.
No obstante los insistentes ataques sin sustento, el TSE se mantiene como una de las instituciones que más confianza generan entre los ciudadanos, según han documentado sistemáticamente las encuestas CIEP-UCR. También ocupa una posición destacada entre los organismos electorales alrededor del mundo, y ha servido como ejemplo a seguir para muchos de ellos.
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Todas estas son razones de sobra para considerarlo un bastión esencial de nuestra democracia. Allí está, vivo y activo, pero nunca debemos descuidar su constante defensa.
