Según estimaciones del Banco Central, la economía costarricense podría contraerse un 3,6 % en el 2020. Al mismo tiempo, el Ministerio de Hacienda proyecta un déficit fiscal superior al 9 % del PIB ($5.400 millones) y un nivel de endeudamiento cercano al 70 % del PIB.
En este contexto, Costa Rica apuesta por la inversión en obra pública como una de las políticas centrales para dinamizar la economía. Sin embargo, esa inversión generará beneficios siempre y cuando se ejecute en armonía con los objetivos de sostenibilidad fiscal y responsabilidad intergeneracional.
En Costa Rica, numerosas experiencias demuestran cómo la improvisación y el desprecio por el mantenimiento son capaces de convertir buenos proyectos en verdaderos lastres de las finanzas públicas.
La carretera Sifón-La Abundancia (29 kilómetros) comenzó a construirse en el 2005 con un presupuesto de $61 millones, pero la inversión, a la fecha, es de $300 millones y espera recibir $225 millones adicionales provenientes de un nuevo crédito del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), con apenas la expectativa de ser la solución definitiva.
Asimismo, el Puente La Amistad, en Guanacaste, tras 17 años sin mantenimiento, necesita hoy una intervención cuantiosa para evitar el regreso a los tiempos del ferri.
Todavía más preocupante, la carretera Cañas-Liberia, a escasos cuatro años de la inauguración, presenta un deterioro visible al usuario y es señalada por el Laboratorio Nacional de Materiales y Modelos Estructurales (Lanamme) como un activo en peligro de perder su valor ($200 millones) producto del abandono por parte de las autoridades responsables.
Del mismo modo, podríamos preguntarnos si estamos planificando el mantenimiento de los nuevos pasos a desnivel, de la Circunvalación norte o de la ampliación Cañas-Barranca. Construir obras para abandonarlas es un camino de altísimo costo en términos de competitividad del país y una seria amenaza para la Hacienda pública.
Para atender este problema, se aprobó en el 2019 una reforma a la ley de concesión de obra pública que introdujo la optimización de activos. Este modelo consiste en concesionar obras ya desarrolladas por el Estado.
La empresa concesionaria debe hacer un pago para reconocer el valor del proyecto y comprometerse a mejorarlo y mantenerlo en perfectas condiciones durante el plazo del contrato. Así, se resuelve el problema del mantenimiento y el activo se convierte en recursos frescos para detonar más inversión pública; una combinación ideal en la presente coyuntura.
El modelo podría aplicarse no solo en carreteras, sino también en otras obras o incluso terrenos ociosos, y el Estado conserva la absoluta propiedad de los activos.
El Fondo Monetario Internacional (Managing Public Wealth, 2018) estima que la infraestructura y terrenos de propiedad pública poseen un valor aproximado del 65 % del PIB. Asimismo, al tratarse de proyectos previamente desarrollados, se facilitaría la participación de actores como los fondos de pensiones, los cuales, en conjunto con la capacidad técnica de los concesionarios, podrían canalizar de manera inteligente parte del ahorro nacional al impulso de la economía.
La presente crisis económica demanda acciones de política pública innovadoras. Una herramienta novedosa como la optimización de activos presenta una gran oportunidad para garantizar una gestión responsable de los proyectos y, al mismo tiempo, impulsa la inversión pública sin añadir presiones al erario. La alternativa de sentarnos a ver el paulatino deterioro de la infraestructura construida y la imposibilidad de desarrollar otros proyectos urgentes por falta de recursos es inaceptable.