El 3 de agosto se cerró el período para inscribir las candidaturas presidenciales a la farsa electoral que se celebrará en Nicaragua el 7 de noviembre. Tres días después, el Consejo Supremo Electoral (CSE), virtual apéndice del dictador Daniel Ortega, eliminó la personería jurídica a Ciudadanos por la Libertad (CxL), único partido realmente independiente y de oposición que había logrado realizar el proceso de inscripción, y canceló la ciudadanía nicaragüense a su presidenta y representante legal, Kitty Monterrey —también estadounidense—, ahora exilada en Costa Rica.
Durante semanas previas, en una sucesión de arbitrariedad represiva brutal, carente de pudor y de las mínimas garantías procesales para las víctimas, el régimen apresó a poco más de 30 dirigentes opositores, entre ellos los siete más influyentes aspirantes presidenciales: Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga, Juan Sebastián Chamorro, Miguel Mora, Medardo Mairena y Noel José Vidaurre. Se sumaron al centenar de presos políticos que se mantienen en las cárceles desde la rebelión de abril del 2018.
De este modo, la decapitación política emprendida desde el poder ha sido total. El camino ha quedado allanado para que Ortega y su esposa, Rosario Murillo, inscritos como fórmula del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), lleguen a las elecciones sin ningún escollo opositor en el camino. Asistimos al golpe definitivo contra toda salida electoral a la profunda crisis de ese país. Al cerrarse el telón de una real —aunque fuera muy desigual— competencia, los actores que quedan en el escenario son marionetas del régimen: seis partidos plegados totalmente al binomio presidencial y, por ende, simples y burdas mamparas para intentar dar algún manto de legitimidad a lo que será un mero trámite.
El mejor ejemplo de lo anterior es que la denuncia que sirvió de excusa al CSE para inhabilitar a CxL fue presentada por el Partido Liberal Constitucionalista, dominado por el expresidente derechista Arnoldo Alemán, quien durante años ha estado unido a Ortega en un vergonzoso pacto de corrupción. Fue, en gran medida, gracias a su alianza que la precaria institucionalidad nicaragüense fue totalmente desmantelada y pasó a estar bajo el control y los caprichos del dictador y sus cómplices.
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Como si lo anterior fuera poco, el jueves 12 las autoridades de aduana cortaron las importaciones y desalmacenaje de papel al diario «La Prensa», el único impreso que existía en el país. Al día siguiente ocuparon sus instalaciones, con el claro propósito de impedir a su diezmada sala de redacción mantener la operación digital.
Todo esto se produce cuando el país se encuentra inmerso en un virtual colapso económico y una oleada de contagios por la covid-19 que, nunca reconocida por el régimen, ha creado una emergencia sanitaria que ya lo es también humanitaria.
La comunidad internacional ha respondido con severas críticas, sanciones a personeros del oficialismo, o instrumentos de este, y retención de flujos de ayuda. Hasta ahora, sin embargo, ni estas acciones un tanto modestas, ni el rechazo popular dentro del país, han logrado frenar la arremetida. El afán de poder, el desdén por el bienestar de los nicaragüenses, la pérdida de decoro político y su encierro en un círculo de funcionarios serviles es tal que Ortega y Murillo parecen haber perdido todo contacto con la realidad, salvo la dimensión de esta que se llama represión.
Todo indica que no habrá ningún cambio para bien de aquí al 7 de noviembre y se renovará el «mandato» de la pareja y sus cómplices por cinco años más. Qué pasará a partir de entonces es algo impredecible, pero tememos que, por desgracia, vendrán tiempos aún peores antes de que pueda haber reales mejorías. Lo menos que deben hacer las democracias del mundo es desconocer el resultado y exigir una nueva convocatoria para unas elecciones honestas, abiertas y realmente competitivas. ¿Será posible?