Prominentes voces de la oposición reclaman al gobierno comunicar con franqueza la gravedad de la situación fiscal. Si el país no comprende el peligro y sus consecuencias —sostienen—, la resistencia a las medidas correctivas será mayor, así como la tendencia a aceptar ideas demagógicas y populistas.
Por eso, no se trata solamente de comunicar, sino también de convencer. Abundan los pregoneros de soluciones fáciles e indoloras, como el empleo de las reservas del Banco Central para pagar la deuda, y otros con razonamientos lógicos en apariencia: si nuestro problema es la deuda, no nos endeudemos más y, en consecuencia, no tiene sentido negociar un nuevo empréstito con el Fondo Monetario Internacional porque nos pedirán, a cambio, adoptar políticas incómodas.
Carlos Ricardo Benavides, expresidente de la Asamblea Legislativa, lo ha planteado una y otra vez, sin ningún éxito. Por el contrario, del Poder Ejecutivo solo emanan buenas noticias. La más reciente es la mejora de las finanzas públicas en 3,16 puntos del producto interno bruto (PIB) merced a los acuerdos conseguidos en el diálogo multisectorial.
El gobierno había pregonado la necesidad de lograr 2,5 puntos del PIB para ir al Fondo Monetario Internacional confiado en conseguir un acuerdo. ¡Sobró dinero! ¿Para qué, entonces, insistir en aumentar ingresos o recortar gastos? La más ambiciosa meta de cambiar la trayectoria del endeudamiento y ponerlo en dirección descendente está a nuestro alcance sin mayor sacrificio. Apenas falta sumar a los resultados del diálogo un puntillo y medio más, pero eso se consigue con el crecimiento económico pospandémico, no importa cuán limitado, y el alivio del gasto exigido por la enfermedad.
La administración más bien deberá explicar por qué planteó, en setiembre, un paquete de impuestos acompañado de escasas reducciones en el gasto público cuando todo se podía lograr sin mayor esfuerzo y con el aplauso de los sectores representados en el diálogo. ¿Para qué la convocatoria al diálogo estructurado por el Estado de la Nación con la finalidad de «lograr una mejora permanente de por lo menos 2,5 puntos porcentuales del PIB en el déficit primario del Gobierno Central y una disminución a corto plazo del monto de la deuda pública (de unos 8 puntos porcentuales del PIB), mediante una mezcla de acciones de ingresos, gastos y gestión del endeudamiento público para evitar que el Estado caiga en una cesación de pagos»?
Nada de eso hacía falta si creemos en las campanas lanzadas al vuelo el sábado, cuando concluyó el diálogo multisectorial sin nuevos impuestos, sin recorte de gastos y sin ajustes estructurales. Pero la mejora de 3,16 puntos del PIB es puro vudú y la situación fiscal del país es más grave ahora que antes del diálogo. La razón es fácil de comprender: cuanto más se afiance la idea de que no es necesario hacer nada, mucho más difícil será convencer a la ciudadanía de los sacrificios necesarios y más cerca estaremos de sufrir un descalabro de proporciones históricas.
La crisis está a la vuelta de la esquina, pero el sentido de urgencia no se ha extendido más allá de los círculos mejor informados. Según la última encuesta del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica únicamente el 6,2 % de los entrevistados mencionó como principal problema las «finanzas públicas e impuestos». Si los dos términos se desagregaran, no sorprendería que la mayor parte de esos ciudadanos estén preocupados por los impuestos, no por las finanzas públicas.
El dato da la razón a los opositores y debería llamar al gobierno a la reflexión. Hablar al país con franqueza es indispensable cuando se está a las puertas de pedir un sacrificio. No hace daño alguno, porque quienes podrían desplegar reacciones adversas —los inversionistas y las calificadoras— saben de sobra los problemas que nos aquejan y desde hace tiempo actúan en consecuencia. Nos estamos engañando a nosotros mismos.