Por sus resultados, la cuarta reunión cumbre de la Alianza para el Desarrollo en Democracia (ADD), celebrada el lunes 21 en nuestra capital, ha significado un sólido paso hacia la consolidación de este instrumento de coordinación y cooperación entre Costa Rica, Panamá y República Dominicana, al cual se vincula ahora, como socio estratégico, Estados Unidos.
El grupo, constituido oficialmente en setiembre del pasado año, durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, fue producto de una feliz iniciativa de los presidentes Carlos Alvarado, Laurentino Cortizo y Luis Abinader para constituir una instancia de diálogo y concertación de iniciativas políticas, económicas, ambientales y sociales, en el marco del sistema centroamericano, es decir, no se trata de una organización formal, con secretaría e instancias burocráticas permanentes, sino de una vinculación dinámica entre afines, orientada —como dice la declaración firmada en San José— a promover el crecimiento económico “sobre la base del respeto a los derechos humanos, la sostenibilidad y los valores democráticos”.
Esta convergencia siempre es bienvenida, pero sobre todo en momentos tan desafiantes para Centroamérica y el mundo en general. En nuestro vecindario inmediato, las noticias no son buenas: dictadura rampante en Nicaragua, inmersa en un enorme deterioro en las condiciones de vida; ímpetus autoritarios en El Salvador, con un presidente decidido a doblegar las instituciones a su voluntad; y un Estado de derecho virtualmente colapsado en Guatemala, donde crecen la impunidad y la arbitrariedad, denunciadas tanto por la Unión Europea como por el secretario general de las Naciones Unidas. El cambio de gobierno en Honduras ha abierto horizontes de esperanza en el país, pero aún es pronto para tener un balance. Y aunque Belice mantiene su estabilidad democrática, permanece esencialmente al margen de lo que ocurre en su entorno.
En esta coyuntura, y con una institucionalidad regional poco eficaz y a menudo disfuncional, la Alianza para el Desarrollo en Democracia puede ser una bocanada de aire fresco, que genere balances atemperadores, impulse reformas de los enmarcados regionales y permita abrir nuevas vías al desarrollo.
Esto último es particularmente necesario en un entorno internacional ya gravemente afectado por los efectos de la pandemia, y ahora enfrentado a las consecuencias de la brutal invasión rusa a Ucrania, que ya golpean suministros y precios de productos esenciales, tales como los hidrocarburos, el trigo y múltiples minerales.
En un contexto regional y global como este, adquieren particular relevancia dos decisiones de esta cumbre. Una, el acuerdo alcanzado con los representantes de Estados Unidos para promover mayores flujos de comercio e inversión, fortalecer las cadenas de suministros y aprovechar las ventajas de la proximidad geográfica y la tendencia a la relocalización en plazas más cercanas por parte de muchas compañías de ese país. Todo ello, además, permitirá colaborar en la atención más estructural de una preocupación clave para Washington: los flujos migratorios masivos, que no se originan en los tres países de la Alianza, pero en los que estos pueden tener positiva incidencia.
La otra decisión muy promisoria, vinculada a la anterior, fue el establecimiento de un Consejo Empresarial, al que se incorporarán también representantes del sector privado estadounidense, para impulsar, desde sus actores directos, los objetivos de desarrollo económico ya mencionados.
Para que estas iniciativas sean cada vez más tangibles e impacten en la realidad, habrá que trabajar intensamente. La velocidad, hasta ahora, ha sido dinámica, y eso provoca confianza. Está también el desafío de consolidar la Alianza más allá de cada presidente, y esto deberá comenzar por Costa Rica, con el nuevo gobierno que asuma el poder el 8 de mayo. Esperamos que así sea y que, además de las voluntades particulares, la propia dinámica de cooperación y concertación adquiera vida propia y sea cada vez más productiva en todo sentido.