Por tercera vez en nuestra historia republicana, Costa Rica deberá realizar una segunda ronda electoral para escoger al presidente que nos gobernará durante los próximos cuatro años. Nuevamente, además, ningún partido político tendrá mayoría en la Asamblea Legislativa, donde estarán representadas siete fracciones. Esto obligará a un enorme esfuerzo de negociación y concertación por parte de quien resulte electo el 1.° de abril.
Si a lo anterior añadimos una campaña basada en generalizaciones sobre “valores” difusos y a menudo manipulados, simplificaciones argumentales, reticencias de los candidatos a tomar posiciones sobre los grandes temas nacionales, prejuicios exacerbados y el impulso de agendas estrechas –incluso de factura religiosa o populista— por parte de algunos, comprenderemos la complejidad y trascendencia de la etapa que viene; también, la enorme responsabilidad que tienen ante sí los dos competidores: Fabricio Alvarado, de Restauración Nacional (RN), y Carlos Alvarado, de Acción Ciudadana (PAC), y, por supuesto, los votantes, porque lo que ocurra dependerá, en última instancia, de nuestra decisión.
El resultado de la primera vuelta implicó el mayor revés en su historia para Liberación Nacional (PLN) y su candidato, Antonio Álvarez Desanti, que no logró ganar ninguna provincia y quedó en un modesto tercer lugar. El Movimiento Libertario se esfumó, al igual que otros pequeños partidos, y el Frente Amplio se redujo a su mínima expresión. La Unidad Socialcristiana, con Rodolfo Piza, diezmada por el Partido Republicano Social Cristiano, se ubicó en cuarto puesto, pero tiene a su favor una mejora en relación con su desempeño en el 2014. Integración Nacional (PIN) y Juan Diego Castro, que en algún momento de la campaña tomaron ímpetu basados en un mensaje punitivo activado por los escándalos del cemento y el sentido de inseguridad, se desinflaron al final. En esto incidieron sus gravísimos errores y la emergencia de un nuevo tema en la campaña: las implicaciones de la opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo y la identidad de género.
Al darse en plena contienda electoral, esa opinión, que en otras circunstancias quizá se habría normalizado rápidamente desde el punto de vista jurídico y social, se convirtió en el gran eje final de la campaña. Fabricio Alvarado se apropió de él, afincado en el activismo de las Iglesias evangélicas y también legitimado por la posición de la jerarquía eclesiástica sobre este tema, la presunta “ideología de género” y las guías de educación sexual. Carlos Alvarado, por su parte, logró que su adhesión a una agenda social más liberal e inclusiva reactivara el entusiasmo de sectores generalmente más favorables al PAC, sobre todo personas urbanas, educadas y jóvenes. Así pudo sobreponerse, en parte, al peso negativo del desempeño gubernamental. Todo lo anterior fue recargado por el descontento de gran cantidad de ciudadanos hacia el PLN y el PUSC, por la debilidad de las identidades políticas, por la creciente dispersión de grupos sociales y por el debilitamiento del implícito “contrato” ciudadano que ha sido clave para nuestra cultura política a lo largo de décadas.
En síntesis, los resultados electorales reflejan fenómenos de amplio espectro y profundidad, que merecen gran atención. Sin embargo, su manifestación en las conductas electorales estuvo impulsada, en gran medida, por cómo manejaron distintas agrupaciones el escándalo del cemento y la opinión consultiva de la Corte. Y son los dos candidatos más distantes en relación con esta última los que concurrirán a la segunda vuelta.
Ante esta realidad, y los enormes problemas (aunque también oportunidades) que se acumulan en el horizonte, es necesario que la campaña, de ahora en adelante, evolucione desde la crispación polarizante alrededor de una discusión caricaturizada sobre valores personales, hacia una concentración en asuntos clave para el bienestar del país y sus ciudadanos. Nos referimos a asuntos como el déficit fiscal –cada vez más cerca de una crisis exponencial–, la infraestructura, la pertinencia de la educación, la matriz energética, el transporte, el desempleo, la distribución del ingreso y el combate a la pobreza, para citar los más urgentes.
En torno a ellos, no solo necesitamos saber con claridad y detalle las propuestas de los candidatos, sino también la visión de país en que se sustentan, los equipos con que contarán para llevarlas a la práctica, los posibles apoyos y acuerdos que serían capaces de concertar para la toma y ejecución de decisiones, y su grado de determinación para enfrentarse a grupos de interés que se dedicarán a bloquear muchas de las acciones necesarias.
Tanto Fabricio Alvarado como Carlos Alvarado, en sus discursos del domingo en la noche, hablaron de unidad nacional. Lo celebramos, porque alcanzarla, de manera realista y práctica, es una necesidad. Pero hay que ver de cuál unidad hablan: si de la que implica que los demás se plieguen y unan a lo que ya tienen definido, o de la que implica un esfuerzo genuino de concertación entre posiciones, aunque sin darles poder de veto a sectores; si de la unidad basada en la exclusión o en la integración. Más importante aún, tendremos que esperar qué iniciativas toman para construirla.
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Los resultados del domingo muestran un país fragmentado en diversos sentidos; esto debe preocuparnos, al punto de que el próximo gobierno debe tener entre sus metas mayor avance hacia la cohesión sociocultural. A la vez, la identidad ciudadana alrededor de un proceso electoral que fue absolutamente legítimo, pacífico y eficaz es una de las tantas muestras de los recursos con que contamos, como sociedad y sistema político, para superar los grandes retos que tenemos por delante.
Debemos hacer lo posible para que el camino hacia la segunda vuelta se convierta en una oportunidad para avanzar con seriedad por el sentido correcto, no en una competencia desgarradora, simplista, divisiva y alejada de la realidad.