La pandemia del coronavirus es la experiencia de salud pública más traumática en la vida de la mayor parte de la población mundial, y Costa Rica no es excepción. Hablar de cierres, mascarillas, restricciones vehiculares e ingreso controlado a locales para obtener bienes y servicios indispensables es traer a la memoria recuerdos que nos esforzamos por olvidar. Peor todavía son los recuerdos de escalofriantes estadísticas y lemas como “quédate en casa”.
Por mucho que el olvido alivie, nunca debemos olvidar el heroísmo del personal médico que arriesgó su vida, y en muchos casos la perdió, para cuidar la de los demás. Lo mismo puede decirse de quienes desempeñaron otras funciones indispensables, como los policías. Entre las deudas de gratitud y los malos recuerdos de aquellos tiempos, la pandemia también dejó el daño causado por las teorías de la conspiración tejidas en torno a la vacunación, y no debemos olvidarlo.
Ese baluarte de la salud pública costarricense, constituido en una de las principales explicaciones de la envidiada expectativa de vida nacional —comparable con la de naciones mucho más ricas y avanzadas— es ahora motivo de preocupación para los expertos del Ministerio de Salud.
La cobertura de tres vacunas básicas, aplicadas durante el curso lectivo para asegurar su alcance, está muy por debajo del ideal logrado consistentemente antes de la pandemia. Los niños deben recibir un refuerzo contra el sarampión, rubeola y paperas en su primer año de escuela, y uno contra la difteria y el tétanos a los diez años. Las niñas deben aplicarse, además, dos dosis de la vacuna contra el virus del papiloma humano (VPH) a los diez años. Estas tres vacunas, de obvia necesidad, son las de menor cobertura de todo el esquema básico.
Las vacunas contra el coronavirus, un auténtico milagro de la ciencia por la rapidez de su desarrollo y el efecto liberador de su aplicación, fueron objeto de intensas campañas de desinformación. Las versiones más recientes, diseñadas para enfrentar nuevas cepas del virus, todavía son recomendadas, especialmente para las poblaciones vulnerables.
Esas vacunas han sido administradas a miles de millones de personas de todas las características demográficas y en todas las regiones del planeta. Si los temores difundidos en su momento hubieran tenido fundamento, los efectos ya se habrían notado de forma masiva, pero nada, ni siquiera la experiencia cotidiana despeja las dudas sembradas en los años del terrible trauma de la pandemia.
Las dudas se rebalsan, como de un recipiente repleto, para empapar a las demás vacunas. Siempre hubo escépticos de la vacunación y hasta encontraban respaldo en “estudios” fraudulentos o mal ejecutados, como sucedió con el inexistente vínculo entre el autismo y la vacuna contra el sarampión, rubeola y paperas, vencedora de esas enfermedades y salvadora de millones de vidas.
En Costa Rica, ejemplo mundial de la vacunación como piedra angular de una exitosa política de salud pública, las autoridades vienen detectando casos de padres que no envían a los hijos a la escuela el día de la inoculación. Ellos mismos fueron vacunados, pero niegan el beneficio a los niños por temores infundados.
También hay indicios de un aumento en las brechas de cobertura, con mayores retrocesos en las zonas rurales y empobrecidas. Combatir este peligroso legado de la pandemia exige un esfuerzo conjunto de las autoridades de Salud y Educación, pero también la insistencia en un mensaje inequívoco sobre los beneficios de la vacunación.
En el 2019, antes de la pandemia, hubo dos pequeños brotes de sarampión en el país. Una familia francesa y otra estadounidense, ambas antivacunas, sufrieron la enfermedad. La paradoja de que el mal viniera a nuestro territorio procedente del mundo desarrollado era justo motivo de orgullo. Ojalá podamos mantener ese orgullo en el futuro.