El comportamiento de la esperanza de vida entre el 2019 y el 2021 resalta, por un lado, el fuerte impacto de la pandemia de covid-19 en la salud de los costarricenses y, por otro, el relativo éxito de las medidas adoptadas para combatir la enfermedad, al menos si se compara con otras naciones, como los Estados Unidos.
El año pasado la esperanza de vida era de 77,8 años, un retroceso de dos años y un mes en relación con el 2019, cuando la estadística se ubicaba en 79,9 años. Expertos como el demógrafo Luis Rosero Bixby, quien ayudó a La Nación a hacer el cálculo, no tienen recuerdo de una caída similar. El nivel alcanzado el año pasado es comparable con los datos de inicios de siglo.
La esperanza de vida es el promedio estimado de años de vida de una persona si se mantienen las condiciones del día de su nacimiento. Los enfermos de covid-19 murieron antes de tiempo, y al acortarse su período estimado de vida, cayó también el promedio nacional. Por eso, según la pandemia cause menos muertes prematuras, la esperanza de vida se irá recuperando y se cree el posible un retorno a los números del 2019 en el 2023.
Según estudios del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) y el Centro Centroamericano de Población de la UCR, el alza en la esperanza de vida fue constante desde 1950, sin variaciones significativas a la baja. Ese comportamiento responde a mejores condiciones de salud, nutrición, buenos programas de vacunación, agua potable y otros factores similares. Por eso, para nuestro país, la comparación favorable con la esperanza de vida en naciones mucho más ricas es una distinción.
El retroceso, por otra parte, marca la magnitud de la tragedia de la covid-19. Es necesario tener indicadores de esa naturaleza porque el olvido —consecuencia inevitable del paso del tiempo y de la fatiga causada por dos años de temor y aislamiento— puede llevarnos a reelaborar la mala experiencia para sustituir la realidad por el recuerdo imaginario de un impacto menos serio.
Por esa vía surge la tentación de trivializar medidas que contribuyeron a limitar las muertes y enfermedades graves. El efecto futuro de esa línea de razonamiento podría ser menos disposición para afrontar una emergencia y, en la actualidad, el olvido de la presencia del virus y de los mecanismos de defensa desarrollados por la ciencia.
Por otra parte, la estadística nos recuerda que nunca estuvimos solos. Muchos países sufrieron el impacto de la covid-19 en sus estadísticas de esperanza de vida y la comparación de los retrocesos permite, en términos generales, analizar la reacción nacional ante el terrible reto. Los recuerdos de camiones refrigerados para servir como extensión de las morgues en Nueva York o la tragedia de los médicos italianos obligados a desarrollar protocolos para decidir a quienes atender y a quienes dar por perdidos se van desvaneciendo en el tiempo. Nos quedan los datos. Es mucho menos difícil tenerlos presentes en su objetiva frialdad.
Estados Unidos es uno de los países con más casos confirmados y muertes por covid-19 (95,9 millones de infectados y poco más de un millón de fallecidos), según la Universidad Johns Hopkins, un punto mundial de referencia sobre la pandemia. En consecuencia, el efecto en la esperanza de vida fue mucho mayor. En el 2021, el estadounidense promedio podía esperar vivir hasta los 76 años, casi tres años menos que en el 2019, cuando la esperanza de vida era de 79 años.
Las comparaciones deben ser hechas con cuidado, porque diversos factores, como la edad de la población, influyen en los resultados. Italia, uno de los países más envejecidos, también sufrió más muertes que otras naciones, pero la esperanza de vida solo cayó poco más de un año desde los 83 del 2019. Allí, casi el 22% de la población tiene más de 65 años.
No obstante, los datos son una referencia que ayuda a entender mejor por donde pasamos y como lo hicimos. Ese conocimiento resultará útil en el futuro, ojalá no para afrontar un reto de iguales o mayores dimensiones.