Una reforma constitucional procura eliminar la inmunidad del presidente de la República, sus ministros, los magistrados del Poder Judicial y el TSE y los diputados
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Un proyecto de reforma constitucional procura eliminar la inmunidad del presidente de la República, sus ministros, los magistrados del Poder Judicial y el Tribunal Supremo de Elecciones y los diputados. En la superficie, la idea aparenta responder a la inquietud social por el fenómeno de la corrupción y se inserta en la aspiración democrática de igualdad ante la ley. Pero el fuero no es un capricho de la Constitución costarricense ni existe para impedir la persecución de delitos cometidos por miembros de los supremos poderes.
Por el contrario, el artículo 110 de la Constitución reproduce una institución muy común en el mundo y solo establece la improcesabilidad sin previo desafuero aprobado por la Asamblea Legislativa. Los funcionarios protegidos no pueden ser privados de libertad, salvo la flagrante comisión de un delito o el desafuero previsto por la propia Constitución. La disposición no protege al funcionario, sino al normal desarrollo de su gestión, con independencia de presiones indebidas.
Por eso es parte de la estructura fundamental del Estado democrático, según la explicación ofrecida por el magistrado Orlando Aguirre Gómez, presidente de la Corte Suprema de Justicia, a los integrantes de la comisión legislativa encargada de dictaminar el proyecto.
La reforma solo eliminaría la inmunidad cuando se trate de delitos tipificados en la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito y otros establecidos en el Código Penal, tales como peculado, cohecho y tráfico de influencias. La intención de los proponentes es combatir la corrupción en las altas esferas del Estado. Es una causa con la cual es fácil simpatizar. Precisamente por eso es indispensable detenerse a meditar sobre sus costos.
A falta de inmunidad, el desempeño de los funcionarios se podría ver afectado por una lluvia de reclamos capaces de paralizar sus labores. Los abusos podrían extenderse a actos lesivos para la independencia de poderes. La historia es rica en ejemplos de ese tipo de interferencias. Para evitarlas, el fuero de inmunidad establece una serie de filtros.
Por mandato de ley, el fiscal general debe conducir las investigaciones cuando el imputado sea miembro de los supremos poderes. Si encuentra razones para hacerlo, eleva el caso a la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia, cuyos miembros deciden si solicitan el levantamiento de la inmunidad al Congreso para iniciar el proceso penal.
Es un trámite engorroso, y no podría ser de otra manera si la intención es proteger la continuidad e independencia de las funciones de los miembros de los supremos poderes. Es válido preguntarse si el tiempo consumido por cada etapa podría ser menor. Si bien el Ministerio Público está obligado a ser exhaustivo en sus investigaciones, nunca debe dejar de considerar la gravedad del caso y la calidad de la prueba inicial para agilizar el trámite. Lo mismo vale para la Sala III, donde el sentido de urgencia debería sobreponerse, en muchos casos, al plazo de tres meses fijado en la actualidad.
La desconfianza de la opinión pública se nutre de la tardanza en resolver situaciones obvias. Cuando el caso llega a la Asamblea Legislativa y queda enterrado en un oscuro rincón de la agenda o se convierte en objeto de negociación política, la institución de la inmunidad se desvirtúa y se crean espacios para reacciones radicales, como el proyecto de reforma constitucional comentado. Si la tramitación de los casos se hace a oscuras, como ha sucedido en varias oportunidades, tanto peor. Pero aun en esas circunstancias, es mejor confiar en los equilibrios del sistema democrático, incluido el escrutinio de la prensa y la opinión pública.
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