Tras 20 años de una intervención militar de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, con enormes costos en vidas y recursos económicos, Afganistán vuelve a ser controlada por uno de los grupos militantes islámicos más oscurantistas y despiadados de que exista noticia: los talibanes. A partir de ahora, el espectro de violaciones masivas a los derechos humanos, ejecuciones sumarias, venganzas, intransigencia y particular ensañamiento contra las mujeres se podrá convertir en la nueva realidad de la vida —y la muerte— en ese sufrido país. Las repercusiones también serán geopolíticas.
Su población, después de tantos y tan enormes sacrificios, merecía algo mucho mejor. Por desgracia, a lo que hemos asistido en estos días es al colapso caótico de un gobierno incapaz, plagado de corrupción y ajeno a los verdaderos intereses del pueblo, y al peor manejo posible de su proceso de salida por parte de los estadounidenses. Desde hace muchos años era manifiesto que su intervención militar había llegado a un callejón sin salida. Desistir de ella y abandonar la guerra más prolongada de su historia era imperativo. Sin embargo, una cosa era el desenlace final y otra, la forma de llegar a él.
El espectáculo del acelerado avance de los talibanes a lo largo y ancho del territorio afgano, de la incapacidad y falta de voluntad de sus fuerzas armadas para enfrentárseles y, finalmente, de la fulminante caída de Kabul, la capital, sin resistencia alguna e inmersa en un desorden generalizado, revela, cuando menos, dos cosas: por un lado, el descontrol gubernamental; por otro, los enormes errores de apreciación y la pésima planeación de su salida por parte de Estados Unidos.
Este desenlace teñirá durante muchos años, quizá décadas, su credibilidad como un aliado confiable. Además, producirá enormes oleadas de refugiados hacia los países vecinos —incluida Europa—, acelerará la inestabilidad regional y hará posible que, a muy corto plazo, Afganistán sea nuevamente un santuario para las peores facetas del terrorismo fundamentalista islámico.
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El desastre de los últimos días, marcado por las escenas de civiles desesperados adheridos a un avión militar estadounidense para abandonar el país, es producto de estrategias fallidas a lo largo de muchos años, de las que fueron responsables dos presidentes republicanos —George W. Bush y Donald Trump— y uno demócrata, Barack Obama. Sus decisiones generaron la realidad ya inmanejable a la que se enfrentó Joe Biden. En este sentido, la responsabilidad por el resultado es compartida. Sin embargo, solo el presidente actual debe responder por las consecuencias de lo ocurrido en días recientes. El proceso de salida debió y pudo haber sido mucho mejor, y el hecho de que no lo fuera es una factura ineludible para la actual administración.
La intervención militar en Afganistán, tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de setiembre del 2001, tuvo como propósito declarado, y justificado, desarraigar del territorio afgano a Al Qaeda, responsable del hecho. Ese objetivo culminó con la captura y muerte de su dirigente máximo, Osama Bin Laden, 10 años después, en Pakistán. Sin embargo, el propósito inicial dio paso a un difuso —aunque, quizá, bienintencionado— esfuerzo por instaurar un régimen democrático funcional en Afganistán. En la tarea, hubo avances indudables, sobre todo el garantizar a las mujeres, subyugadas por los talibanes, derechos fundamentales, entre estos a la educación y la participación política y laboral, fomentar una vigorosa sociedad civil y crear ciertos ámbitos de competencia política.
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Sin embargo, las buenas semillas que se sembraron nunca tuvieron un terreno fértil, resultado de la corrupción y desdén de las élites afganas por trabajar coordinadamente en pro de esos objetivos, de la estabilidad política y la integración territorial. En el terreno militar, esto condujo a una total desmoralización de las fuerzas armadas, que generaron una dependencia absoluta del apoyo estadounidense, a pesar de contar con 300.000 hombres, enormes suministros y una capacidad muy superior a la de los talibanes, incluida cobertura aérea.
No era difícil suponer que, al desaparecer tal apoyo, el colapso sería inmediato, como ocurrió. La inteligencia estadounidense estimó que la capacidad de resistencia del régimen sería mucho mayor. Sin embargo, no fue así. Como consecuencia, no se tomaron las previsiones del caso para una transición medianamente ordenada. Las consecuencias están a la vista de todos. Serán terribles para los afganos, pero sus repercusiones geopolíticas tendrán también gran impacto.
El balance de estos 20 años de intervención ha sido desastroso; el impacto sobre el futuro, inquietante. Solo hay cosas que lamentar. Esperemos que no haya otras peores, en el futuro.