En la madrugada del 7 de julio, Jovenel Moïse, presidente de Haití, fue asesinado mientras dormía en su resguardada casa, en las afueras de Puerto Príncipe, la capital. Aunque los autores materiales, un grupo de mercenarios colombianos, fueron apresados con rapidez, hasta ahora no ha sido posible identificar a las figuras que los contrataron, probablemente parte de las élites políticas o económicas. Los rumores sobre los móviles del magnicidio abundan y, junto con la incertidumbre generada por el hecho, la crisis política que ya vivía el país se ha acrecentado peligrosamente; la inseguridad generalizada, también.
En medio de esta inestabilidad, el 14 de este mes un terremoto de magnitud 7,2 sacudió el suroeste del país, produjo 2.200 muertos y 10.000 heridos, aproximadamente, destruyó unas 60.000 casas en la ciudad de Les Cayes y sus alrededores y dañó gravemente la precaria infraestructura vial, eléctrica y sanitaria.
Apenas la ayuda internacional había comenzado a ser distribuida con grandes dificultades —por los problemas de acceso, la debilidad de las redes de apoyo y el control y «peaje» exigido por bandas delictivas—, cuando la tormenta tropical Grace tocó el territorio, causó más destrozos y dificultó aún más brindar abrigo, alimentos y asistencia médica a las decenas de miles de personas afectadas.
El resultado ha sido la profundización extrema de una tragedia humanitaria ya enorme, incubada y desarrollada a lo largo de muchos años, y que estos acontecimientos han complicado todavía más. Lo peor es que no se ven soluciones medianamente viables. Contra ellas conspiran tanto la inmensidad de los daños naturales, económicos, sociales y sanitarios que ahogan a la población como la irresponsabilidad de las élites locales, el virtual colapso del Estado y sus instituciones, la enorme inestabilidad política reinante, la inseguridad ciudadana generalizada y la ineptitud que han caracterizado a muchas de las iniciativas de cooperación externa, tanto oficial como privada, puestas en marcha durante, cuando menos, dos décadas.
Si el reciente terremoto fue demoledor, el ocurrido el 12 de enero del 2010 fue aún peor: arrasó gran parte de la superpoblada capital y produjo entre 220.000 y 250.000 muertes. La violencia política y social, por su parte, ha sido crónica. El 1.° de junio del 2004, tras una rebelión que depuso al entonces presidente Jean-Bertrand Aristide, y el caos generalizado que siguió, las Naciones Unidas envió miles de militares y policías, además de personal de apoyo civil, para «estabilizar» la situación.
La misión se mantuvo hasta octubre del 2019, y, si bien logró controlar las peores manifestaciones de violencia, ni su presencia, ni la cooperación de muchos otros gobiernos y entidades multilaterales, ni las decenas de miles de millones de dólares canalizados tras el terremoto del 2010, ni la acción de multitud de organizaciones no gubernamentales (ONG) «in situ» consiguieron crear un mínimo de institucionalidad democrática, dar viabilidad a los servicios estatales, fomentar condiciones para una recuperación económica sólida y mejorar en serio las condiciones de la población. En el ínterin, una epidemia de cólera, de cuya introducción se ha culpado a las fuerzas de la ONU, se cobró 10.000 vidas.
Según cálculos del Instituto de Paz de Estados Unidos, en el apogeo de la cooperación externa había 3.000 ONG operando en territorio haitiano, con poca coordinación, propósitos a menudo contradictorios, mínima transferencia de conocimientos a las autoridades locales y presupuestos que, a menudo, beneficiaban más a sus consultores y organizaciones matrices que a la población.
Sin la ayuda externa, aunque caótica, Haití estaría aún peor. Pero con una ayuda externa más estratégica y coordinada, más integral, más enraizada en las estructuras sociales locales, más exigente con las irresponsables élites nacionales, más ligada a la reconstrucción material e institucional, más insistente en el fortalecimiento de las estructuras y procesos democráticos y más comprometida con la educación, la salud y la infraestructura, el país estaría mejor.
Por desgracia, no ha ocurrido así. Los eventos, como el terremoto y la tormenta de las últimas semanas, simplemente ocurren, pero la profundidad de su efecto depende en buena medida de las condiciones para afrontarlos. En Haití son las peores posibles. De esto es un ejemplo más el asesinato de su presidente.