Ningún proyecto autoritario, ni siquiera los atrapados en la camisa de fuerza de la institucionalidad democrática, renuncia a limitar el papel de la prensa independiente. Si no lo consigue mediante leyes, generalmente disfrazadas de buenas intenciones, como la protección de grupos vulnerables o la “democratización” de la información, intenta desprestigiar a medios y periodistas. Para eso, dispone de la internet.
La mentira masiva siempre se ha construido a partir de la identificación de insatisfacciones, agravios y chivos expiatorios medianamente plausibles, por lo menos en el imaginario popular. En este aspecto, nada ha cambiado. No obstante, la explotación de esas debilidades ya no exige elaboradas campañas propagandísticas ni esfuerzos para excluir la verdad con medidas de fuerza.
Las redes sociales permiten mentir con impunidad, sin temor al contraste de informaciones, ideas y opiniones. La vida digital se desarrolla en una burbuja, donde las personas deciden a cuáles puntos de vista exponerse. Generalmente, se inclinan por lograr la confirmación de sus opiniones y prejuicios. Si no lo hacen por su cuenta, los algoritmos de las redes sociales les proveen el servicio. Aprenden los gustos y preferencias de los usuarios con cada clic y, luego, les proveen un flujo permanente de oportunidades de satisfacer sus inclinaciones.
Así, los difusores de mentiras por internet no solo gozan de la libertad proporcionada por el anonimato, sino también de la falta de acceso de su público meta al contraargumento. El primer gran ejemplo del fenómeno fue la campaña del brexit. Partidarios de la permanencia británica en la Unión Europea despertaron sorprendidos por su derrota. Nada en sus redes sociales permitía presagiarla. Entonces, supieron que estaban encerrados en una burbuja de idénticas opiniones.
El bando contrario comprendió mejor el fenómeno y se dedicó a plantar obvias falsedades en las redes sociales, como la posibilidad de utilizar el ahorro de cuotas pagadas a la Unión Europea para invertir 50 millones de libras diarias en el sistema de salud. Encerrados en su propia burbuja, los votantes favorables al abandono de la Unión Europea lo creyeron a pies juntillas. Hoy, la insatisfacción con el sistema de salud crece a pasos agigantados, escasea el personal especializado, se dificulta el acceso a las medicinas y la falta de inversión es evidente.
Parte de la campaña desatada en las redes sociales consistió en desprestigiar a los expertos y a los medios donde manifestaban sus advertencias y opiniones. En su burbuja, los partidarios de la ruptura se hicieron impermeables a los señalamientos de personas mejor informadas.
En aquel momento, la instrumentalización de las redes sociales para afectar procesos políticos apenas comenzaba. Meses más tarde, alcanzó la madurez durante la campaña electoral estadounidense, con abundancia de informaciones fraudulentas y fuerte intervención extranjera. La campaña de Donald Trump puso de cabeza las denuncias contra la difusión de noticias falsas (fake news) para atribuírselas a la prensa. Medios tan prestigiosos como The Washington Post y The New York Times enfrentaron ataques sin precedentes y cuestionamientos a su viabilidad económica. Trump nunca mencionó al segundo sin presagiar su pronta desaparición. “The failing New York Times” era su mantra.
Los troles son la cabeza de lanza de las campañas de desprestigio contra la prensa y otras instituciones de equilibrio democrático, como el poder judicial, los partidos políticos y el parlamento. Su éxito no se mide por la cantidad de personas que les creen, sino por la reproducción de sus mentiras. Su labor, más que mentir, es poner a otros a hacerlo, en muchos casos sin conciencia. El efecto multiplicador es extraordinario y con cada reproducción aumenta la credibilidad del mensaje, porque al receptor le llega de familiares o amigos en quienes tiene depositada su confianza.
La tarea de los troles es engañar desde el anonimato, desprestigiar a los periodistas dedicados a informar con apego a las normas de su profesión y asumiendo la responsabilidad de sus publicaciones. La misma suerte corren los legisladores que osen ejercer el control político y los jueces fieles a su obligación de aplicar la ley.
La labor del trol es disminuir los controles democráticos y dejar al gobernante en libertad de hacer su voluntad. Para conseguirlo, no necesita la destrucción total. Basta la intimidación sembrada en el terreno fértil de la cobardía o, en su defecto, la erosión de la credibilidad. La cumbre de la crueldad es la involuntaria colaboración de los crédulos, incapaces de sospechar la traición.