El apagón total del sistema eléctrico padecido por Cuba desde el viernes, y que apenas comenzó a superarse de forma aislada en algunos lugares de la isla, es la metáfora distópica, pero con consecuencias muy reales, de un colapso sistémico más amplio: el de su anquilosada y feroz dictadura.
Son su extrema rigidez, resistencia al cambio, negativa a corregir rumbos fallidos, incapacidad de gestión económica y apuesta a la represión como tabla de supervivencia de la cúpula gobernante, lo que explica este trágico, pero nada sorprendente episodio. Desde hace años se viene anunciando, y se aceleró durante los últimos meses, con una serie de prolongados apagones, que se añaden a otras desesperadas carencias de la población.
Al mediodía del pasado viernes el país se quedó sin electricidad. Solo los hoteles para turistas extranjeros, los hospitales (aunque a medias) y los centros de poder siguieron recibiendo electricidad; también, los privilegiados que cuentan con generadores propios y suministro de combustible para activarlos. El régimen declaró la “emergencia energética”, una redundancia retórica ofensiva, porque la población de sobra ya se había dado cuenta de la profundidad y los efectos en cadena de la crisis.
El suministro de agua cesó en múltiples comunidades; en las que aún disponen de él, dejaron de funcionar las plantas potabilizadoras. Sin electricidad en los hogares, los pocos alimentos perecederos de que disponían comenzaron a pudrirse en sus maltrechos refrigeradores. Cocinarlos por adelantado solo ha sido posible para quienes utilizan el gas; a otras personas no les ha quedado más solución que hacerlo mediante fuegos externos con leña. En varios hospitales, múltiples servicios fueron suspendidos y los pacientes enviados a sus casas.
A finales del domingo, el gobierno anunció que todas las actividades —productivas, educativas, burocráticas y de otra índole— seguirían paralizadas hasta el miércoles. Apenas el lunes comenzó a regresar el servicio, de forma irregular, en partes de La Habana y otras localidades.
A lo anterior se sumó el impacto, sobre todo en la zona oriental de la isla, del huracán Oscar. Aunque degradado a tormenta tropical cuando tocó el territorio, los daños han sido cuantiosos y han acrecentado las carencias en múltiples comunidades.
Ante el justificado y creciente descontento, materializado en protestas públicas, bloqueos y cacerolazos en varios puntos del país, el régimen moviliza sus fuerzas de choque y acude a sus vacías consignas. Una es culpar al embargo económico estadounidense de lo que, simple y llanamente, es un desastre creado por el propio régimen; otra, atribuir las erupciones de indignación popular ya no solo a “contrarrevolucionarios” y “agentes extranjeros”, sino también ahora a gente bajo el efecto del licor y las drogas.
Así lo hizo el domingo en la noche, en una comparecencia de televisión, el presidente Miguel Díaz-Canel. Sin embargo, fue mucho más allá. Ataviado con un uniforme militar, y junto al también uniformado primer ministro, Manuel Marrero, y los demás miembros del Consejo de Defensa Nacional, anunció que “nunca la revolución va a tolerar este tipo de conductas“ ni que “alguien actúe provocando hechos vandálicos, y mucho menos alterando la tranquilidad ciudadana” de su pueblo. Es decir, ante el clamor ciudadano solo cabe la represión.
El colapso del sistema eléctrico cubano, que depende en más del 90 % de quemar combustibles fósiles, se ha gestado a lo largo de los años, debido a la falta de mantenimiento de sus cada vez más obsoletas plantas generadoras y del sistema de transmisión, la centralización extrema de los flujos, la migración de personal técnico indispensable, la incapacidad para poner en marcha proyectos eólicos, solares o de biomasa, y la falta de divisas para comprar combustibles. A ello se suma que aliados, como Venezuela, redujeron drásticamente los suministros de petróleo, y que Rusia y China están cada vez más renuentes a otorgar créditos impagables, sea para combustibles, generadores o repuestos.
Nada de lo anterior tiene que ver con el embargo; al contrario, es producto del sistema. El pueblo lo sabe. Mientras no haya un cambio drástico en el régimen, las crisis múltiples —energética, alimentaria, demográfica, de transporte, educativa y sanitaria, entre otras— seguirán combinándose y confluyendo en una crisis humanitaria de proporciones crecientes.
Esta es la triste e indignante realidad a la que ha conducido, tras 65 años, la distópica dictadura cubana.