El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, se ha lanzado a una doble e irresponsable ofensiva. Una parte la desarrolla, a sangre y fuego, allende las fronteras nacionales y tiene como epicentro, nuevamente, la Franja de Gaza. La otra, de carácter interno, la dirige contra instituciones y poderes independientes del Estado a los que desea doblegar a sus designios. Ambas son en extremo peligrosas y tienen un estrecho e inconfesable objetivo común: mantenerse en el poder y librarse procesos penales por cargos de corrupción.
En el primer caso, el resultado se mide en más destrucción, muertes inocentes y el cierre de posibles soluciones negociadas a un conflicto que nunca podrá solucionarse solo con la fuerza. En el segundo, está de por medio la supervivencia misma de la democracia israelí. Si las pretensiones del gobernante no logran ser frenadas a corto plazo, el resultado podría ser su transformación en una autocracia contraria a la esencia misma del Estado judío y los valores universales que lo han caracterizado.
Lo hemos dicho hasta la saciedad y lo repetimos: el disparador de la tragedia actual en Gaza fue el brutal ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023, con su secuela de muertes y rehenes, la mayoría civiles. Ante tal agresión, Israel tenía todo el derecho a defenderse, y lo hizo. Sin embargo, su estrategia, brutal y puramente militar, ha desatado una tragedia humanitaria inaceptable y de enormes proporciones, y ha desdeñado las salidas políticas, tanto inmediatas como a mediano plazo.
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A pesar de esto, a principios de año se logró un acuerdo en tres fases, entre Israel y Hamás, gracias a la mediación (y presiones) de Estados Unidos, Egipto y Catar. La primera, entre el 19 de enero y el 1.° de marzo, condujo a una tregua, el retiro parcial de fuerzas israelíes, el ingreso de ayuda humanitaria y el canje de 33 rehenes en poder de Hamás por cientos de prisioneros palestinos. En esencia, se cumplió, y debía abrir paso a negociaciones sobre dos siguientes, mucho más complejas, que incluyen la liberación de todos los rehenes, el fin de la guerra y, como aspiración máxima, la reconstrucción de Gaza.
Ante el cese de las hostilidades, un partido extremista minoritario partidario de seguir la guerra, abandonó el gobierno israelí y despojó a Netanyahu de su milimétrica mayoría parlamentaria. Tal era la situación hasta que, la semana pasada, Israel rompió súbitamente la tregua que se había mantenido y lanzó una fuerte oleada de bombardeos contra diversos blancos, seguida por una operación terrestre en expansión. Los rupturistas regresaron entonces al gobierno, que se garantizó los votos necesarios para aprobar el presupuesto, sin lo cual habría caído y dado paso a nuevas elecciones y a una posible derrota del primer ministro.
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Qué pasará en el frente militar a partir de ahora es difícil de decir. En parte, dependerá de la respuesta de Hamás. Sin embargo, ya el nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas israelíes, de línea más dura que su predecesor, anunció que desea incrementar la presión militar, e incluso ocupar Gaza y concentrar a sus pocos más de dos millones de habitantes en un reducido territorio, como vía para “eliminar” a los terroristas.
El costo humano de esta operación será enorme; también, la dificultad de que logre éxito militar, y el golpe que dará a una posible solución a mediano plazo. Es un abordaje sin sentido, salvo dar a Netanyahu la posibilidad de mantener unido su precario gobierno y continuar en el cargo. En este contexto, su arremetida contra las instituciones ha sido brutal.
El viernes, su gabinete destituyó al jefe de los servicios de inteligencia internos, Ronan Bar, por “desacuerdos” no especificados. El funcionario rechazó la medida, recordó que su lealtad es hacia el Estado y acudió a la Corte Suprema, que suspendió la decisión. El domingo fue el turno de Gali Baharav-Miara, fiscal general, contra la cual el gabinete en pleno aprobó una moción de censura como inicio de un complejo proceso para su eventual destitución. Netanyahu la acusa de trabajar “sistemáticamente” contra la agenda del gobierno, pero lo que le estorba es que esta funcionaria dirige las tres causas en su contra.
El ministro de Justicia, Yariv Levin, segundo en la jerarquía gubernamental, se ha negado a reconocer la autoridad del presidente de la Corte, cuyo nombramiento trató de bloquear, y en los próximos días el parlamento deberá votar sobre una iniciativa gubernamental para tener más poder en el nombramiento de altos jueces y magistrados. Entretanto, las protestas civiles se incrementan, como rechazo a estas medidas y la insensibilidad oficial ante la suerte de los rehenes aún en manos de Hamás.
La gravedad de la situación fue definida hace pocos días por el expresidente Yehud Olmert: “En Israel, Netanyahu está listo a sacrificarlo todo por su supervivencia, y estamos más cerca de una guerra civil de lo que la gente imagina. En Gaza hemos regresado a la lucha, ¿por qué? Y en el exterior, no recuerdo tal odio y tal oposición al Estado de Israel”.
Palabras muy duras, sin duda, pero, desgraciadamente, con un alto grado de realismo. Por ello y por su procedencia, deben ser tomadas muy en serio.