En el 2021, la policía trasladó al Ministerio Público a 2.560 conductores alcoholizados, es decir, unos siete al día. También impuso 367 multas a conductores con niveles de alcohol prohibidos por ley, pero insuficientes para encuadrar en el delito de conducción temeraria castigado por el artículo 261 bis del Código Penal. Para ellos, la sanción es de ¢280.000.
Estos datos confirman la impunidad existente. Por una parte, nadie sufre el castigo de entre uno y tres años de cárcel debido a la suspensión del proceso a prueba, un beneficio concedido a cambio de la entrega de dinero a organizaciones de bien social o la prestación de 180 horas de trabajo voluntario. Por la otra, los oficiales de tránsito son los primeros en decir que los números son demasiado bajos.
El secretario general de la Unión Nacional de Oficiales de Tránsito y Afines (Unaotraa), Joselito Ureña Vega, describe el alcoholismo al volante como una pandemia, y admite la incapacidad de la policía para detectar a los choferes ebrios. El país cuenta con 729 oficiales de tránsito emplazados en todo su territorio y cerca de 1,6 millones de vehículos. Estos policías, por supuesto, se enferman y toman vacaciones. También deben invertir demasiado tiempo en seguir procedimientos burocráticos complejos. Según Ureña, en ocasiones se les va todo el día trasladando a un solo chofer a la Fiscalía.
“Todas las normas de tránsito se han hecho detrás de un escritorio. No le preguntan a un policía qué necesita la ley para hacerla más práctica. Lo que más se necesita es un juzgado de flagrancia dedicado a tratar situaciones de conducción temeraria, porque no es solo el licor, sino también los piques”.
Viniendo de un dirigente policial con 25 años de experiencia, sus palabras tienen el peso de una explicación definitiva de las razones del caos en las carreteras y, en particular, de la conducción temeraria, causa de cientos de muertes cada año. Para Ureña, el problema es la aplicación de la ley.
Vistos los portillos abiertos en la normativa, más bien parece un problema de aplicación de los castigos, sea por medidas alternativas demasiado generosas o, simplemente, por falta de detección de las infracciones. La ley de tránsito, debatida a lo largo de años, a fin de cuentas dio pocos frutos, incluso para desincentivar las conductas más peligrosas.
Ureña recrimina la falta de inversión en un cuerpo policial capaz de ser autosuficiente en virtud de la cantidad de multas imponibles en un caos vial como el existente. La idea de financiar a la Policía de Tránsito con multas suscita dudas de posibles abusos, pero ya está incorporada a la ley como sustento de los inspectores de tránsito municipal y no ha habido mayor problema.
La ley, no importa cuán draconiana, puede ser letra muerta si en la práctica desaparece el riesgo de sanción. En eso consiste la peligrosa ineficacia de la ley de tránsito. El procedimiento de flagrancia debería asegurar una sanción rápida y aleccionadora pero, en virtud de la ley, más bien termina demostrando la falta de consecuencias para los infractores. Esto se suma a la poca vigilancia señalada por Ureña y reiterada por Juan Rodríguez, subjefe de Operaciones de la Policía de Tránsito.
“Si tuviéramos el recurso humano suficiente, esos números serían otros”, asegura Rodríguez con completa certeza del gran número de conductores temerarios sueltos en las calles. Ningún ciudadano está a salvo de encontrarse de frente con uno de ellos, como tantas veces ha sucedido, pero el Estado se muestra incapaz de brindar el mínimo de protección debida y esperada.