Tanto el gobierno de Estados Unidos como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) confirmaron el miércoles pasado lo que ya habían denunciado los servicios de inteligencia de Corea del Sur y Ucrania: la llegada a Rusia de miles de soldados de élite norcoreanos, que reforzarán sus tropas invasoras en este último país. El jueves, el autócrata Vladímir Putin lo reconoció indirectamente. Horas antes, el Parlamento ruso ratificó, con su usual unanimidad, un tratado de defensa con el régimen norcoreano. Y ese mismo día el gobierno ucraniano reveló que parte de las nuevas tropas ya habían sido desplegadas en la región de Kursk, uno de los frentes de batalla.
Esta cadena de hechos constituye una peligrosa escalada del conflicto, con repercusiones que van más allá del escenario europeo. El creciente acercamiento entre ambos países, consolidado por el nuevo tratado, afectará no solo el balance de seguridad en Europa, sino también en la península coreana y más allá de ella. Es, incluso, una fuente de gran disconformidad e inquietud para China, por el temor de que conduzca a mayor beligerancia del dictador Kim Jong-un y acentúe la volatilidad en su entorno territorial.
Desde meses atrás, confrontado por la disminución de una serie de pertrechos en sus arsenales, Putin optó por convertir a Corea del Norte en uno de sus principales suplidores. Los envíos, particularmente de municiones, cohetes y misiles, le permiten a Rusia mantener una gran capacidad de fuego en el frente. Según fuentes oficiales estadounidenses, a partir de setiembre del año pasado ha recibido al menos 16.500 contenedores con todo tipo de pertrechos. A cambio, se sabe que el gobierno ruso suministra alimentos y otros artículos de primera necesidad a su flamante aliado, pero se teme que también esté proporcionando asistencia técnica de punta para su industria bélica, incluido el mejoramiento de la capacidad nuclear.
Precisamente en setiembre del 2023, Kim realizó una extendida visita a Rusia, que tuvo como escenario principal una base de misiles de largo alcance. En junio pasado Putin reciprocó la visita. Fue entonces cuando ambos dictadores suscribieron el documento Acuerdo integral de asociación estratégica, recién ratificado. El ruso lo describió como un “acuerdo fundamental”; el coreano lo llamó “de lo más poderoso”. Su artículo 4 compromete a ambos países a respaldarse en caso de “agresión" contra cualquiera de ellos.
Además de las perturbadoras implicaciones estratégicas de todo lo anterior, la nueva entente militar, económica, política y diplomática ruso-norcoreana viola de manera flagrante múltiples resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas contra el régimen de Kim, por el desarrollo de su programa nuclear bélico.
En el 2017, Rusia, como uno de sus cinco miembros permanentes y con poder de veto, al igual que China, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, avaló la imposición de severas sanciones. Nunca las observó totalmente, pero no entró en conflicto directo con ellas. Ahora, además de burlarlas sin pudor, se convirtió en el gran “padrino” de un régimen agresor y oscurantista. Su desdén por la estabilidad y el derecho internacional es abierto.
Lo que tenemos es, ni más ni menos, a dos países con armas nucleares (Rusia y Corea del Norte) involucrados en la agresión contra Ucrania y vinculados por un acuerdo militar que casi con certeza permitirá al segundo mejorar su tecnología y arsenal en ese ámbito.
La gravedad de los hechos, por tanto, no puede menospreciarse en absoluto. Cierto, al recibir tantos armamentos y ahora tropas de un régimen tan repudiable y repudiado, Putin reconoce los problemas que enfrenta en el campo de batalla, pero también da muestras de haber perdido límites elementales de contención. No es motivo para una simple inquietud; lo es para la alarma, no solo en Europa y Asia, sino en todo el mundo.