El constitucionalista Rubén Hernández Valle y el exdirector del Servicio Civil José Joaquín Arguedas, el primero con la vida dedicada al estudio del derecho público y el segundo, con 40 años de experiencia en la institución encargada de las políticas de empleo estatal, unen sus voces para advertir de la ineficacia del proyecto de ley sometido a examen de la Asamblea Legislativa para corregir las graves distorsiones desarrolladas a lo largo de décadas y causantes de la insostenibilidad de la planilla estatal.
El proyecto conserva la posibilidad de firmar convenciones colectivas para normar las relaciones entre las instituciones públicas y sus servidores, y esa es, precisamente, una de las principales razones de la dispersión de beneficios, privilegios y sistemas de remuneración en el Estado.
La ley de empleo público pretende lo contrario: uniformar los sistemas de remuneración mediante un salario global y parámetros semejantes para ofrecer igual salario por el mismo trabajo en todos los rincones del aparato estatal. La negociación de convenciones colectivas invita a la paulatina creación de privilegios y regímenes especiales, como ha venido sucediendo hasta ahora.
La advertencia debe ser escuchada, especialmente en un momento cuando el país está al borde de una crisis de proporciones históricas. Las remuneraciones son uno de los grandes disparadores del gasto público y ya no hay margen para más. El déficit presupuestado es del 11,7 % del producto interno bruto (PIB), de acuerdo con la Contraloría General de la República, y superará el 9 %, según criterio del Ministerio de Hacienda, cuando se incorpore al cálculo la subejecución del presupuesto.
El ritmo de endeudamiento necesario para reponer el faltante año tras año es imposible de sostener y estamos a las puertas de alcanzar una deuda del 80 % del PIB. Cada día será más difícil conseguir financiamiento y el que nos otorguen será cada vez más caro. El riesgo de caer en default o impago es grande. Si eso ocurriera, el gobierno carecerá de recursos para pagar salarios. No hay en esto un ápice de exageración. Hacia el final de su mandato, la administración de Luis Guillermo Solís se vio en apuros para cancelar la planilla y a eso se debió, en parte, la herencia del llamado “hueco fiscal” al gobierno actual.
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El paso siguiente en la dinámica de la estrechez fiscal, amén de la reducción del gasto social y en infraestructura, es el alza en las tasas de interés y la inflación desbocada. Ya pasó en una oportunidad, al inicio de los años ochenta, y está a punto de volver a pasar. La Asamblea Legislativa tiene la obligación de brindar al país soluciones reales y no simples gesticulaciones.
La nueva ley de empleo público no debe ser un “saludo a la bandera”, para emplear la expresión de Hernández, y la única forma de lograrlo es prohibir las convenciones colectivas en las instituciones estatales. El constitucionalista propone un transitorio para respetar las convenciones vigentes hasta la fecha de su vencimiento e impedir la renovación.
Según Arguedas, las convenciones colectivas están entre las principales “trampas” que permiten a los funcionarios escapar del régimen del Servicio Civil, creado en 1953 para regular la relación entre el Estado y sus trabajadores, según mandato de la Constitución Política aprobada cuatro años antes. Menos de la tercera parte de los empleados estatales están sometidos a esas reglas, pensadas por los constituyentes para la totalidad de funcionarios.
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Las veintiséis convenciones colectivas vigentes cuestan al país miles de millones y crean odiosas desigualdades dentro de la función pública y en relación con el sector privado. Esas son buenas razones para eliminarlas; sin embargo, la mejor es el hecho puro y simple de su insostenibilidad.