Lo menos que se puede esperar de un presidente (o aspirante a serlo), sobre todo de la mayor potencia mundial, es que ni siquiera pase por su mente conspirar con otro país para obtener beneficios políticos o personales. Por ello, cuando el domingo 24 de marzo se dio a conocer que no existía prueba de que Donald Trump y sus más cercanos allegados electorales conspiraran con agentes rusos para interferir en las elecciones del 2016, su júbilo, difundido por Twitter en mayúsculas y con abundantes signos de admiración, ciertamente tenía fundamento. Sin embargo, su alegada victoria apenas es parcial, como veremos más adelante.
El viernes 22, tras casi dos años de pesquisas, el fiscal especial, Robert Mueller, designado por el Departamento de Justicia, rindió un informe sobre dos interrogantes que se le encomendó investigar: si miembros de la campaña de Trump y el entonces candidato habían conspirado con Rusia para interferir en las elecciones del 2016 y si habían tratado de obstruir la investigación federal que suscitó la primera sospecha.
Aún no se conoce el informe completo, de aproximadamente 400 páginas. Lo único divulgado sobre su contenido es un escueto resumen de cuatro folios enviado al Congreso el domingo 24 por el fiscal general, William Barr, quien de inmediato lo hizo público. “La investigación no determinó que miembros de la campaña de Trump conspiraran o coordinaran con el gobierno ruso en sus actividades de interferencia electoral”, es la primera conclusión atribuida a Mueller. La segunda, mucho menos clara, resulta comprometedora desde el punto de vista ético y político, aunque, quizá, no judicial: sobre la posible obstrucción de justicia, el fiscal especial estableció que “si bien el reporte no concluye que el presidente cometiera un delito, tampoco lo exonera” de haberlo cometido.
El fiscal Barr, en ese mismo resumen, declaró que le corresponde a él analizar los hechos que respaldan esa ambigua afirmación de Mueller y determinar si cabe emprender algún proceso contra el presidente. Su respuesta, negativa, ha generado sospechas, por venir de alguien nombrado por el propio Trump. Estas solo podrán aclararse cuando se divulgue el informe completo, algo que ocurrirá a mediados de abril, aunque despojado de lo que el Departamento de Justicia considera “información sensible”.
Más allá de ambas conclusiones, a lo largo de la investigación de Mueller quedó demostrado, entre otras cosas, que Rusia sí intervino en el proceso electoral con el propósito de ayudar a Trump; que personal del más alto nivel de su campaña se reunió reiteradamente con agentes rusos (aunque esto no constituya, técnicamente, conspiración); que Trump mantuvo gestiones activas para hacer negocios en Rusia por mayor tiempo del que había reconocido en público; y que su círculo más cercano de colaboradores estuvo plagado de gente deshonesta y mentirosa.
Paul Manafort, su jefe de campaña durante tres meses, fue acusado de mentir repetidamente a investigadores federales; además, está cumpliendo una pena de siete años por lavado de dinero y otros delitos cometidos como parte de negocios en Ucrania. El asesor Roger Stone fue arrestado en enero y deberá responder por cargos de afirmaciones falsas, obstrucción de la justicia y presiones a testigos. Michael Cohen, abogado personal de Trump, admitió haber cometido siete tipos de delitos financieros, y pronto comenzará a purgar una pena de tres años. Michael Flynn, el primer consejero de seguridad nacional del presidente, se declaró culpable de mentir al FBI, y también está preso.
Como si lo anterior fuera poco, fiscales federales de Nueva York han implicado a Trump en la violación de las normas que regulan el financiamiento electoral, al instruir al abogado Cohen que pagara altas sumas a dos mujeres para evitar que revelaran, durante la campaña, supuestas relaciones extramaritales con él. También ha sido acusado de falsificar declaraciones de impuestos, exagerar ingresos para obtener financiamiento bancario en ciertos proyectos y violar las normas constitucionales que impiden a un presidente verse favorecido por el dinero de Estados extranjeros (en este caso, mediante un hotel de su propiedad en Washintgon).
Sin duda, el presidente Trump puede dormir aliviado al saber que no deberá enfrentar a los tribunales por conspirar con Rusia y, probablemente, tampoco por obstruir la justicia. Pero las sombras y cargos que aún pesan sobre él y múltiples colaboradores se mantienen como motivos de gran preocupación sobre su carácter, su conducta y su ética. Para la democracia estadounidense, no es motivo de celebración. Todo lo contrario.