Su financiamiento está garantizado porque proviene de aportes a las planillas que paga, esencialmente, el sector privado. Este año, su presupuesto alcanzó alrededor de ¢145.000 millones, muy similar al de la Universidad Nacional. Tiene presencia en todo el país, cuenta con un numeroso cuerpo docente y un gran número de estudiantes. Sin embargo, el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) carece de un elemento central para potenciar estos y otros recursos: flexibilidad. Por eso, su impacto en la capacitación oportuna y relevante para el empleo, la satisfacción de las necesidades del sector productivo y, como resultado, nuestro crecimiento económico, se ha quedado muy corto.
Tal es, en esencia, el diagnóstico que ofreció Pablo Boscherini, experto consultor en política para el empleo de Eurosocial, programa de capacitación técnica para América Latina de la Unión Europea, en declaraciones que publicamos hace pocos días. Su valoración está lejos de ser un descubrimiento; de hecho, durante años han abundado las críticas en ese sentido. Pero ahora hay algo distinto y estimulante: todo indica que, por primera vez en muchos años, existen grandes posibilidades de que el INA se transforme y convierta en una institución mucho más relevante para la sociedad en general y para los trabajadores y empresarios en particular.
El hecho de que, desde mayo, Boscherini le brinde asesoría sobre cómo responder de manera más ágil y oportuna a las necesidades del mercado laboral, y cómo adaptarse a las oportunidades y retos de las nuevas tecnologías, es un excelente augurio. Pero más importante aún es que las más altas autoridades de la institución, encabezadas por su presidente ejecutivo, Andrés Valenciano, y su Junta Directiva, han tomado la iniciativa de modernización. Para avanzar, han desarrollado un exhaustivo proceso de información, consultas y reflexión, tanto internas como externas, que no solo podrá desembocar en una gestión mucho más eficaz de lo que ya hace, sino en un replanteamiento mucho más profundo. Esto implica una actualización de su Ley Orgánica, cuya última versión data de 1983.
Las transformaciones experimentadas desde entonces por los procesos productivos, el conocimiento y el mercado laboral, así como por nuestra economía, son enormes y cada vez se aceleran más. Por eso, si algo se impone en la actualidad es responder con rapidez. Sin embargo, debido a sus engorrosos procesos de contratación, el tiempo mínimo de respuesta del INA para abrir cursos, entrenar a sus docentes o desarrollar proyectos puntuales de capacitación en beneficio de regiones, empresas o sectores productivos específicos, es de un año. Así se desatienden muchas necesidades y se desperdician oportunidades.
Pero agilidad no solo debe comprender celeridad en la reacción y la respuesta ante la demanda laboral que claramente existe y está desatendida; debe también incluir la capacidad para escrutar las necesidades y tendencias emergentes y tomar iniciativas, junto a las empresas, para impulsar procesos de capacitación mucho más proactivos. Esto implica, en palabras de Boscherini, capacitar técnicamente tanto a los nuevos participantes en el mercado laboral como a quienes ya están en él y, con independencia de su edad, necesitan actualizar conocimientos y desarrollar nuevas competencias.
La finalidad de la institución está claramente definida en el artículo 2 de la Ley Orgánica citada: “…promover y desarrollar la capacitación y formación profesional de los trabajadores, en todos los sectores de la economía, para impulsar el desarrollo económico y contribuir al mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo del pueblo costarricense”. No es necesario exagerar la relevancia de este objetivo, desde un punto de vista humano, social y productivo. De aquí la importancia de las iniciativas de cambio que se han emprendido, y la necesidad del proceso de modernización con visión y compromiso nacional.