Acompañados por los gobernantes de Cuba, Venezuela y Honduras, y delegados de apenas otros 18 países, la mayoría autocracias y solo tres de nuestro hemisferio, Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, ejecutaron el lunes un nuevo acto de su dictadura familiar: asumir el poder, como presidente y vicepresidenta, por un período que se extiende hasta el 2027. Sumados a los tres quinquenios inmediatamente anteriores y a los 10 años previos en que dirigió Nicaragua, el dictador casi duplicará la permanencia en el poder de Anastasio Somoza García y solo quedará por debajo, en América Latina, de Fidel Castro, Alfredo Stroessner y Rafael Leónidas Trujillo. Tal elenco habla por sí mismo sobre la perversa naturaleza del régimen.
El aislamiento internacional en que se produjo su juramentación y la de los 91 diputados de la Asamblea Nacional (75 del sandinismo y 16 de partidos sumisos) se origina en otro tipo de aislamiento aún más notorio: el de su propio pueblo. Durante los últimos años, pero especialmente tras las masivas protestas populares en abril del 2018, acalladas a sangre, fuego, persecución y cárcel, Ortega y sus secuaces emprendieron un asalto sistemático y total contra todo vestigio democrático; sin embargo, aún tratan de encubrir con algunas máscaras acartonadas la arbitrariedad extrema de su poder.
La culminación más ostensible de este proceso fue la farsa electoral de noviembre pasado, antes de la cual fueron encarcelados todos los aspirantes presidenciales opositores, se canceló la personería de sus partidos y, mediante distintos mecanismos, los medios de comunicación independientes fueron virtualmente eliminados. Esto se dio en un contexto de profunda crisis económica, social y sanitaria, agudizada por desinterés, ineptitud y perversión del régimen.
Por lo anterior, la investidura de hace pocos días fue un trágico sainete, una burda escenificación digna del peor imaginario de la ficción política latinoamericana. Y si el pueblo es poco lo que, por el momento, puede hacer para desprenderse del régimen, al menos la comunidad internacional ha respondido con mayor energía, aunque todavía debe hacer mucho más para presionar por un cambio democrático interno, sin duda muy difícil.
Tras los falsos comicios, la Organización de los Estados Americanos, la mayoría de los países latinoamericanos —entre ellos Costa Rica—, Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea (UE) y el Reino Unido desconocieron la legitimidad del resultado. Esto se reflejó en la ridícula asistencia a la toma de posesión y, más importante aún, en la decisión coordinada entre los estadounidenses y europeos de incrementar sus sanciones hacia personeros e instancias ligadas a la dictadura.
Poco antes de que se produjera la investidura de la pareja gobernante, el Consejo de Europa y los departamentos de Estado y el Tesoro estadounidenses emitieron nuevas sanciones económicas y migratorias que, en conjunto, afectan la compañía de telecomunicaciones Telcor, la empresa minera estatal Eniminas, la Policía Nacional, el Consejo Supremo Electoral y altos funcionarios del régimen, varios de ellos militares, así como a hijos de la pareja Ortega-Murillo.
La ministra de Asuntos Exteriores de Canadá dio la bienvenida a esas medidas y manifestó la intención de seguir trabajando con sus aliados para “presionar al gobierno a que restaure la democracia y respete los derechos humanos”. Algo similar manifestó el gobierno británico, que, además, anunció la posibilidad de imponer sus propias sanciones.
Enfrentado al profundo rechazo interno y externo, la estrategia de Ortega y Murillo sigue dos carriles: hacia dentro, control, represión, exilio y el uso del clientelismo y la corrupción para construir algunas alianzas; hacia fuera, apuntalarse, sobre todo, en los gobiernos de Rusia, Irán y, más recientemente, China, en vista de que Cuba y Venezuela, con sus propias miserias, ya es poco lo que pueden ofrecer. Hasta ahora, por desgracia, esta ruta les ha permitido construir una muralla a su alrededor, para sobrevivir, insensibles, en medio de la miseria, el rechazo, la insularidad, la postración y la parálisis social. Hasta ahora, lo han logrado.
¿Podrá mantenerse a mediano y largo plazo? Si no se produce una presión aún más robusta, quizá sí. De ahí la importancia de que los países democráticos con real capacidad de influencia arrecien y extiendan las sanciones y no dejen de exigir, cuando menos, nuevas elecciones, la liberación de los presos políticos, la eliminación de la legislación represiva y el respeto a los derechos humanos.