Alcanzar el éxito electoral, por muy amplio que sea, a contrapelo de las normas constitucionales, en medio de un estado de excepción, con sistemáticas violaciones a los derechos humanos, encarcelamientos indiscriminados, el uso de recursos públicos para impulsar a los candidatos oficiales, sistemáticos amedrentamientos a la oposición, amenazas a la prensa independiente, advertencias a los empresarios, cierre del financiamiento estatal y persecución de líderes cívicos y sociales, está muy lejos de ser una victoria democrática. Al contrario, se puede considerar un acto casi definitivo para acelerar la marcha de una maquinaria autoritaria sin límite alguno. Es lo que ocurrió en El Salvador.
Nayib Bukele, quien según varias encuestas es el presidente más popular de América, ha forjado tal condición con iniciativas muy cuestionables. Más aún, lejos de utilizarla para atacar problemas que trasciendan la inseguridad y para proteger el Estado de derecho, ha manipulado su apoyo popular para controlar todas las instituciones claves —incluidas unas fuerzas armadas cada vez más poderosas—, ponerlas a su servicio y preparar el terreno para el ejercicio indiscriminado del poder.
Los comicios del domingo fueron parte de ese proceso. Por esto, resulta incomprensible que nuestro gobierno, mediante un mensaje de la Cancillería en la red social X, saludara “la exitosa realización” de “elecciones libres, pacíficas y participativas”, y felicitara “al pueblo salvadoreño por acudir al llamado a las urnas y al señor presidente Nayib Bukele por su victoria”. No era necesario llegar a ese grado de injustificado elogio para hacer lo que la diplomacia imponía: simplemente, felicitar al presidente e, idealmente, hacer un llamado en pro de la democracia salvadoreña.
A pesar de la contundente victoria, su legitimidad es escasa, por mucha popularidad que tenga. Peor aún, la democracia salvadoreña se encuentra hoy, virtualmente, in articulo mortis.
Para empezar, logró inscribir su candidatura a la reelección, a pesar de que la Constitución la prohíbe explícitamente, debido a una arbitraria interpretación de magistrados impuestos por él en un congreso mediatizado. Es el gran pecado de origen. A este se añaden las condiciones en que se llevó a cabo la campaña, resumidas al principio de este editorial, más las irregularidades que plagaron la recepción y, sobre todo, el conteo de los votos.
Cuando aún las urnas no habían cerrado, el presidente, de nuevo en contra de la Constitución, pidió apoyo para sus candidatos a diputados. Una vez concluida la recepción de votos, pero sin que se anunciara ni un resultado y con múltiples denuncias de incongruencias y demoras en el conteo, se proclamó ganador por el 85 %. Nada de esto era necesario, en vista de su popularidad, labrada por el combate contra las pandillas, una tarea exitosa, pero al costo de gravísimas violaciones a los derechos humanos, el encarcelamiento del 2 % de la población adulta y el descuido de la política económica y social.
Su triunfo, sin duda, es arrollador y cercano al porcentaje que anunció; además, se traslada a la Asamblea Legislativa, donde se prevé que su partido tendrá 58 de las 60 diputaciones, es decir, la oposición fue virtualmente arrasada, y si cuando aún sus voces tenían alguna vigencia la construcción dictatorial no se detuvo, con mayor razón se acelerará a partir de ahora. Porque cuando las instituciones dejan de cumplir su real función democrática, las minorías son víctimas de la arbitrariedad, y a Bukele le sobra.
Su intención no pudo ser más clara cuando dijo, con patente contradicción de lo que implica la democracia, que El Salvador será el primer país del mundo con “un partido único en un sistema plenamente democrático”, aparte de anunciar la continuación del estado de excepción, que ya ha sido renovado 24 veces por el Congreso.
Con estos ímpetus, hay razones de sobra para el pesimismo. Tener seguridad a costa del Estado de derecho y los derechos humanos, no solo es ilegítimo, sino insostenible. Mientras, se han acumulado acuciantes problemas económicos y sociales, con endeudamiento público creciente, aletargamiento productivo y crecimiento de la pobreza, entre otros males.
La realidad es mucho más compleja y desafiante que el estilo cool de Bukele y la despiadada eficacia de su política de seguridad. Los engranajes dictatoriales podrán ocultarla o reprimirla por algún tiempo, pero ello no garantiza una real estabilidad ni menos aún una mejora en las condiciones de vida de su pueblo.