El peronismo, agrupado en Unión por la Patria (UP), mantuvo su fuerza y llegará con ímpetu a la segunda vuelta presidencial del 19 de noviembre. Su abanderado, el curtido Sergio Massa, alcanzó el 36,68 % de apoyo y fue el candidato más votado. La derecha anarcolibertaria, bajo la divisa de La Libertad Avanza (LLA), emergió como un sólido bloque: el segundo lugar de Javier Milei (un 30 % de los votos), cuya experiencia política se reduce a dos años en el Congreso, le abrió el camino para disputar el cargo.
La centroderecha tradicional retrocedió sensiblemente. Patricia Bullrich, de Juntos por el Cambio (JxC), apenas rozó el 24 %. El resto de los votos se distribuyeron entre Juan Schiaretti (un 6,7 %) de centroderecha federalista y Myriam Bregman (un 2,7 %) de la izquierda.
Esta es la síntesis de lo que ocurrió el domingo en las elecciones para la presidencia de Argentina. Se abre ahora una gran pregunta: cuál de los dos candidatos, muy diferentes entre sí y con pesadas cargas políticas y atavismos emocionales, llegará a la Casa Rosada. A la vez, existen dos certezas. Una, resultado directo de los comicios, es la reconfiguración del panorama político nacional; otra, crónica, pero cada vez más urgente, es frenar el catastrófico curso de la economía, con sus monumentales y diversas repercusiones. Esta es la gran tarea que sigue, no solo para quien emerja como triunfador, sino también para todas las fuerzas políticas y el conjunto de la sociedad argentina. Hasta ahora, y casi sin excepciones, han fallado en asumirla responsablemente.
La reconfiguración política, evidente en el resultado presidencial, también se manifestó en el legislativo. Tras la renovación de la mitad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, el peronismo se mantuvo como la primera minoría: retuvo 108 de los 257 diputados y, con la suma de dos, alcanzó 34 de los 72 senadores. JxC bajó de 117 a 83 diputados, y de 33 a 24 senadores; un desempeño muy comprometedor. El gran avance fue para LLA, de Milei, que pasó de apenas 3 a 37 escaños en la Cámara y de ninguno a ocho en el Senado.
Con tal balance, quienquiera que sea el triunfador estará obligado a negociar a tres bandas. Esto complicará la toma de decisiones relevantes, pero será un seguro contra los desatinos (frecuentes en Argentina) y un bienvenido factor de moderación en su crispado entorno político.
Massa arranca con una posición de fortaleza hacia la segunda ronda. Su éxito en la primera no deja de sorprender, por el pésimo desempeño del gobierno de Alberto Fernández, en el que ha ocupado un “superministerio” de Economía durante poco más de un año. Su trayectoria en él incluye, entre otros resultados, un 40 % de pobreza, una inflación que alcanzó en setiembre el 138 % anualizado, una moneda en precipitada caída y altos impuestos a las exportaciones que redujeron la generación de ingresos producto de la gran riqueza agropecuaria y mineral de Argentina.
La votación alcanzada a pesar de lo anterior se debe, sobre todo, a la enorme capacidad de identidad, clientelismo y movilización del peronismo, y a los temores que Milei, con su discurso radicalmente antiestatista, despertó entre los millones que reciben subsidios públicos fiscalmente insostenibles, pero políticamente rentables. Massa no solo los mantuvo, sino que los acrecentó desde su cartera en la recta final hacia la elección.
Milei, quien desdeñó toda la “casta” política, incluido JxC, no tiene ahora más remedio que buscar algún tipo de alianza o, al menos, apoyo puntual de sus principales figuras, que quizá vean en él un mal menor al continuismo populista. Sin embargo, muchos de los votantes de la centroderecha tradicional también abrigan enormes temores de cómo un eventual gobierno carente de rumbo y plagado de erupciones emotivas afectará el tejido democrático, social e institucional del país. A ellos ya comenzó a dirigirse Massa con un discurso de “unidad nacional” y sus credenciales como moderado y negociador dentro del contradictorio movimiento peronista. Si logra convencerlos, a pesar de su complicidad con la irresponsabilidad económica vigente, es posible que triunfe.
Argentina no saldrá adelante ni con las promesas delirantes de Milei —dolarización, eliminación del Banco Central, reducción extrema del Estado— ni con la consabida receta del populismo clientelista, dispendioso y corporativista que encarna Massa. Lo que se necesita son políticas pragmáticas y sensatas, que no avanzarán sin un acuerdo político-gremial robusto.
Hasta ahora, la historia argentina ofrece muy pocos ejemplos de este abordaje. Quizá su cercanía al precipicio logre un cambio de actitud y rumbo, que se encamine hacia la estabilidad y el aprovechamiento de su increíble potencial. Por desgracia, es algo lejos de la certeza y muy cerca, únicamente, de lo aspiracional.