Las empresas dedicadas a las relaciones públicas, la publicidad y el mercadeo digital se sumaron a las unidades académicas que forman profesionales en esas disciplinas para protestar por las declaraciones del dueño de la agencia denunciada por Meta, casa matriz de Facebook e Instagram, por utilizar cuentas y páginas falsas, conocidas como troles, durante la reciente campaña electoral.
El empresario aseguró que se trata de una práctica extendida, al punto que “la agencia de comunicación o el profesional en comunicación que llegue y diga que no tiene cuentas falsas, o no sabe en qué está metido o está mintiendo”. Meta también denunció la aplicación de esos recursos con fines corporativos.
La generalización ofendió a empresarios y trabajadores del área. “Tenemos que crear un nuevo estándar, tenemos que levantar la barra en la ética, la transparencia y la defensa de la honestidad para eliminar esa siembra de desconfianza que a nadie le sirve”, afirma Karla Chaves Brenes, fundadora y directora de la agencia Próxima Comunicación.
La reacción es comprensible y los propósitos loables. La tarea, sin embargo, trasciende a la comunidad de profesionales en comunicación y también los límites de las normas éticas. En todo el mundo, los países exploran vías para responder, con la ley y sus remedios punitivos, a la peligrosa ola de desinformación desatada por la internet y sus redes sociales.
En todo el mundo democrático los países enfrentan, también, difíciles cuestionamientos sobre la mejor manera de responder al fenómeno sin lesionar la libertad de expresión. Esa preocupación debe estar en el centro de toda consideración de las medidas apropiadas. Internet no puede ser instrumento impune del crimen y el engaño, mas no cabe duda del primordial interés social en la preservación de la más plena libertad para expresarse y difundir informaciones, incluso las erróneas publicadas de buena fe.
La diferencia entre error y falsificación no es difícil de establecer en la mayor parte de los casos. La libertad de expresarse sin censura previa ni consecuencias ulteriores para el equívoco difundido de buena fe es una acción claramente distinta de la creación de una identidad falsa, desde el nombre hasta las imágenes, para atacar a terceros, sean competidores políticos o comerciales, o crear desasosiego.
Impedirlo es frenar “esa siembra de desconfianza que a nadie le sirve”, para citar las palabras de Karla Chaves. En efecto, no solo no sirve. También daña a las víctimas, comenzando por los electores y consumidores, y pone en duda las informaciones y opiniones expresadas con fines legítimos y sin falsificaciones.
La inteligencia artificial ya permite generar imágenes de personas inexistentes con asombroso realismo. Es perfectamente posible poner a una persona real a expresar afirmaciones escandalosas, contrarias a sus valores y opiniones, con poquísimas características delatoras de la falsificación, sobre todo, para el público no especializado. Las posibilidades de hacer daño son enormes, no solo a personas y empresas, sino también a sociedades enteras.
En nuestro país, perfiles falsos de Facebook fueron utilizados para la innoble tarea de despertar odio contra los migrantes y acusarlos de denigrar símbolos patrios. La indignación por las falsas acusaciones desembocó en agresión contra personas pacíficas, respetuosas de las leyes y reglas de convivencia.
Un buen punto de partida para la regulación es castigar la falsedad de la fuente del mensaje y no el contenido. Nadie tiene necesidad de hacerse pasar por otro en el ciberespacio, y la posibilidad de mentir de esa manera es, de entrada, señal de intenciones reñidas con los valores protegidos por el ordenamiento jurídico, incluidas la buena fe en los negocios, la preservación de la paz social y la protección del sistema democrático.
Ojalá las reuniones de comunicadores convocadas para examinar el problema tomen en cuenta la necesidad de ir más allá de las obligaciones éticas para que ellos también sean acicate de las reformas legales necesarias.