La difusión de noticias falsas mediante Internet causa daños extraordinarios, hasta hace poco insospechados. Abundan los ejemplos, pero el más notable es la elección estadounidense del 2016. Los servicios de inteligencia norteamericanos ya no tienen duda del esfuerzo desplegado para interferir en los comicios. Tan inquietante como la posible distorsión del resultado son los temas explotados para lograrla.
Las falsas noticias difundidas durante el proceso electoral avivaban los conflictos raciales, el temor a la inmigración y otras fuentes de odio y discordia. Cada grupo recibía informaciones atemorizantes y aptas para incitar el odio contra el otro. Las consecuencias son reales más allá del proceso electoral. Estados Unidos experimenta un resurgimiento del antisemitismo, la islamofobia y el rechazo al inmigrante. En varias ocasiones, los sentimientos innobles se han desbordado para producir manifestaciones violentas.
Las farsas de las redes sociales han llegado al extremo de negar hechos históricos, como la masacre de Sandy Hook, donde un demente mató a 20 niños de entre seis y siete años, además de seis adultos. Según las informaciones fraudulentas, todo fue un invento de la administración Obama para promover restricciones a la venta y portación de armas.
La crueldad de las mentiras y la credulidad de sus lectores convirtieron en blanco de amenazas a los padres que, en medio del sufrimiento, clamaron por reformas para impedir asesinatos masivos con uso de armas semiautomáticas. Las informaciones espurias los acusaban de fingir para hacerle el juego al gobierno.
Sobran los ejemplos, pero los dos citados muestran los efectos dañinos de las falsas noticias sobre el cuerpo político y, también, sobre los individuos. A nadie puede caber duda de la necesidad de reaccionar ante el fenómeno y combatirlo sin tregua. La mentira y sus consecuencias no distinguen entre naciones pequeñas y grandes, avanzadas o en desarrollo, ricas o pobres. Ningún país está a salvo, incluido el nuestro.
Sin embargo, el remedio no debe ser peor que la enfermedad, como sucede con un proyecto de ley sometido a conocimiento de la Asamblea Legislativa con intención de penalizar las falsas informaciones. La iniciativa propone la imposición de uno a cuatro años de prisión “a quien fabrique y difunda, a través de medios informáticos, una noticia falsa con el fin de afectar la decisión del electorado en un proceso de plebiscito, referéndum o elección nacional o extranjera.”
El peligro para la libertad de expresión salta a la vista. La línea entre verdad y mentira no siempre es clara y una pena de tanto calibre haría pensar dos veces antes de difundir una información que bien podría ser útil para el debate público. En el Reino Unido, el referéndum para decidir el abandono de la Unión Europea estuvo plagado de argumentos distanciados de la verdad, difundidos con más o menos mala fe para “afectar la decisión del electorado”.
Un caso notable fue el lema de Boris Johnson, destacado promotor del rompimiento, sobre el supuesto envío de 350 millones de libras semanales a Bruselas en lugar de invertirlas en el sistema de salud británico. La cifra fue desmentida a diestra y siniestra. El propio Johnson aceptó, después de la votación, su falta de correspondencia con la realidad. ¿Debió ser encarcelado? ¿Deben correr la misma suerte quienes difundieron la noticia, creyéndola de buena fe? ¿En qué consiste la “fabricación”? Si Johnson se hubiera limitado a plasmar la falsedad en su autobús de campaña, mil veces retratado en los medios de comunicación, no habría sido responsable de fabricarla y difundirla “a través de medios informáticos”, pero quienes la recogieran de buena fe en Internet sí habrían incurrido en la conducta punible descrita por el proyecto de ley, salvo que la palabra “fabricación” se refiera a la idea inicial surgida de la mente de Johnson.
En Costa Rica, Luis Guillermo Solís dijo en campaña que reduciría las tarifas eléctricas, se abstendría de promover impuestos en los primeros dos años de su mandato y negó la urgencia de la situación fiscal. Luego se dio cuenta de que “no es lo mismo verla venir que bailar con ella”. ¿Habría incurrido en la conducta punible descrita en el proyecto de ley cuando repitió esos ofrecimientos, manifiestamente divorciados de la verdad, por medios electrónicos y con el evidente propósito de afectar el resultado? ¿Y los partidarios que recogieron y difundieron esas afirmaciones?
El problema de las falsas noticias no puede ser resuelto por medios capaces de limitar el debate político, la libertad de expresión y la de prensa. Estados Unidos, uno de los países más afectados hasta la fecha, ha rehusado hacerlo. Hay muy buenos motivos. Desde la histórica sentencia del caso Sullivan, en 1964, quedó clara la imposibilidad de un debate democrático robusto si no tolera un grado de falsedad. Por eso, el Tribunal Constitucional Español sentenció: “De imponerse la verdad como condición para el reconocimiento del derecho, la única garantía de la seguridad jurídica sería el silencio”.
En la otra acera, por donde transitan los regímenes autoritarios, el 2018 cerró con 28 comunicadores presos, acusados de difundir noticias falsas, dice el Comité para la Protección de Periodistas. Países como Ruanda, Marruecos y China no han dejado pasar la oportunidad de silenciar críticas con el argumento de combatir la falsedad.