Copernicus, agencia europea que monitorea el comportamiento climático de la Tierra, acaba de confirmar lo que se auguraba desde meses atrás: el incremento de las temperaturas globales promedio llegará a finales de este año a 1,55 grados Celsius sobre los niveles preindustriales. El 2024 se convertirá entonces, “casi con certeza”, según su pronóstico, en el más caliente desde que comenzaron las mediciones.
La noticia es alarmante, pero no sorprendente, y se produjo apenas días antes de que este lunes se inaugure en Bakú, capital de Azerbaiyán, la décimo novena Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP29). Las poco estimulantes expectativas sobre su resultado contrastan con las justificadas esperanzas generadas por la COP21, que concluyó en París en diciembre del 2015 con un sólido documento. En él, los 200 países y territorios firmantes de la Convención se comprometieron, por unanimidad, a tomar las medidas necesarias para que el promedio de aumento en las temperaturas se mantuviera por debajo de 2°, pero idealmente 1,5° a finales del siglo.
El anuncio de Copernicus, si bien se refiere a un solo año, es un fuerte indicio de que, a menos que se produzca un drástico cambio de curso, la meta de París será superada varias décadas antes, con consecuencias que, además de catastróficas, serán irreversibles. Decimos esto último porque el calentamiento genera procesos de acción-reacción que potencian su crecimiento e impacto de manera creciente. Peor, una vez que se inicien, es imposible detenerlos a mediano plazo, y sus estragos cada vez serán más considerables.
Las trágicas inundaciones que golpearon hace pocos días la región española de Valencia, así como la fuerza de los huracanes de este año en el Caribe, son claros y devastadores anuncios de que lo peor puede estar por venir. El pronunciado incremento de las temperaturas, tanto en el aire como en el agua, conduce a una mayor absorción de vapor de agua y esto, a su vez, origina lluvias mucho más intensas y mayor energía en los huracanes. En otras regiones, más bien causa sequías.
El fenómeno se acentuó en el caso valenciano, porque el mar Mediterráneo, debido a sus condiciones geográficas, experimenta un calentamiento más rápido y mayor. Resultado: más de dos centenares de muertes y daños materiales aún incalculables. Los huracanes, por su parte, se ensañaron en esta oportunidad con la costa oeste de Florida, en Estados Unidos, con saldos récord de destrucción.
Las mediciones climáticas, sumadas a los devastadores impactos del cambio climático sobre el terreno, deberían ser suficientes para conducir a un compromiso real para cumplir con las cada vez más distantes metas de París. La responsabilidad es particularmente ineludible para los grandes emisores, como China, Estados Unidos y la India. Por desgracia, la voluntad política, salvo excepciones como la Unión Europea, es mínima. De hecho, según el programa ambiental de la ONU, si las políticas gubernamentales en la materia no cambian radicalmente, a finales del siglo el incremento en las temperaturas, en relación con los niveles preindustriales, llegara a 3,1°.
La COP29 ofrece una nueva oportunidad para cambiar de curso. Sin embargo, los desalentadores pronósticos que la preceden se acentuaron, con razón, tras el triunfo electoral de Donald Trump. Fue durante su primer gobierno (2017-2021) que Estados Unidos abandonó el Acuerdo de París. Gracias a políticas de la administración de Joe Biden, así como a simples razones económicas y decisiones en algunos de sus estados, ese abandono no tuvo un efecto significativo en lo local y global. Trump, sin embargo, es sistemáticamente desdeñoso de los riesgos del cambio climático y la responsabilidad estadounidense en el problema. Por ello, representa un nuevo y enorme obstáculo en el camino correcto.
La cumbre de Bakú se centrará en el financiamiento para la transición climática, particularmente en energías. Aquí también la distancia entre el dicho y el hecho es enorme. En qué medida podrá reducirse es una interrogante aún sin respuesta, pero lo más probable es que sea en poco.
Siempre existe la esperanza de que avances tecnológicos, la caída en los costos de producir energías limpias, la presión social, las alertas científicas, la acción de la sociedad civil, la alarma por las catástrofes y el buen ejemplo de algunos gobiernos y regiones, ayuden al menos a reducir la velocidad del problema. Aún estamos a tiempo, pero su magnitud requiere un compromiso global genuino. En esto, la tarea es enorme.