Cuando un político o, peor aún, un funcionario, paga a terceros para atacar a sus críticos al amparo del anonimato de las redes sociales, incurre en un acto repudiable, no importa cuál sea el origen de los fondos ni la naturaleza de la crítica recibida. Si las víctimas de los ataques son jóvenes periodistas con la entereza necesaria para calzar con sus firmas informaciones que incomodan a los que ejercen el poder, la bajeza es todavía más grave.
El alquiler de una firma ficticia para denigrar a quienes informan de frente, conscientes de las responsabilidades previstas por ley y del arsenal de recursos a disposición de los interesados en imponer el silencio, deslinda con claridad el plano moral donde habitan los hipócritas instigadores del ataque del otro, muy superior, donde se encuentran los atacados.
La primera causa de repulsa es la mentira. El pago de troles tiene la intención de engañar, comenzando por quienes depositan su confianza (y su voto) en el canasto de los embusteros. El ardid los traiciona sin ninguna consideración hacia su ingenua lealtad; sin embargo, los objetivos van más allá de enardecer a los seguidores. Se extienden a toda la ciudadanía y violan sin el menor escrúpulo el más elemental deber de fidelidad de políticos y funcionarios.
El segundo motivo de indignación es la cobardía. Pagar a otro para que diga, cobijado por una falsa identidad, lo que el instigador no se atreve a decir, solo merece desprecio. Las mentiras compradas pretenden afectar el debate público, sin asumir las consecuencias, mediante ataques personales concebidos en las tinieblas.
La tercera razón para el repudio es, precisamente, la represión del debate de asuntos de interés para la comunidad, especialmente, cuando se ejerce sobre los periodistas. Las falsedades fabricadas para sofocar sus voces procuran suprimir la información ofrecida a los ciudadanos. Así, la violencia verbal de los troles intenta violar las dos vertientes de la libertad de expresión: el derecho individual a difundir informaciones, ideas y opiniones y el derecho colectivo a recibirlas.
Cada cual está en libertad de hacer con esos mensajes según le parezca, incluida la posibilidad de no prestarles atención, pero renunciar a recibirlos o permitir cortapisas a su difusión por cualquier medio, incluidas las falsedades pagadas para desprestigiar al difusor, es negarse un insumo fundamental para el ejercicio de la ciudadanía responsable en una sociedad democrática.
La violencia verbal en las redes sociales también expone a las víctimas a otros tipos de agresión. Basta un seguidor desequilibrado, enardecido por las mentiras, para causar daños irreparables. A la falta de honestidad, los contratantes de troles añaden a su inexcusable conducta un grado de irresponsabilidad inaceptable.
Por todas esas razones y por la salud de la República, el pago de troles para atacar a terceros es incompatible con el ejercicio de todo cargo en el aparato del Estado, donde el primer requisito es merecer la confianza de los conciudadanos. Podemos estar de acuerdo con las decisiones de los gobernantes o no, pero no debe caber duda de sus intenciones de procurar el bien común. A ellos corresponde cultivar esa convicción mediante la transparencia y rigor moral de sus actuaciones.
Solo el tiempo dirá si los esfuerzos formativos y la experiencia lograrán limitar el daño de las redes sociales. En todo el mundo se ven efectos devastadores sobre las instituciones democráticas y la paz social. Proteger esos valores es tarea de todos, comenzando por los gobernantes.