En sus 45 años de existencia, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH) se ha constituido en una de las instituciones más respetadas del mundo, con enorme legitimidad en las sociedades sujetas a su jurisdicción y en otras beneficiarias de garantías similares o deseosas de disfrutarlas en el futuro próximo. Su jurisprudencia trasciende el continente americano y no en balde se le considera la más protectora y avanzada. Hoy, representa la última esperanza para víctimas, grupos vulnerables y la defensa del Estado de derecho en las Américas.
En la década de los noventa, el Perú de Fujimori pretendió sin éxito abandonar la jurisdicción de la Corte. Posteriormente, la Venezuela de Chávez y Maduro denunció la Convención Americana y se sustrajo de esa jurisdicción. La Nicaragua de Ortega y Murillo no comparece ante la Corte y desacata sus fallos porque la considera un tribunal intervencionista y confabulado con la comunidad internacional para desestabilizar a su gobierno.
En días recientes, un grupo de diputados liderados por el Partido Nueva República presentó una moción para denunciar la Convención Americana y salirse de la jurisdicción de la Corte Interamericana, como lo hicieron las dictaduras citadas. La aprobación de esa iniciativa, sobra decirlo, implicaría un grave retroceso en materia de derechos humanos, un fuerte golpe al prestigio de Costa Rica y la ruptura con décadas de una destacada política de Estado en materia de relaciones internacionales.
La moción obedece a un caso de El Salvador bajo consideración de la Corte. Se refiere a la madre de un niño de un año, enferma de lupus eritematoso sistémico con nefritis lúpica. La mujer quedó nuevamente embarazada y se le diagnosticó que el feto sufría anencefalia, cuya vida extrauterina no era viable. En el procedimiento judicial se discute si debió practicarse o no una interrupción del embarazo por recomendación del comité médico del hospital donde fue atendida. Los médicos determinaron un riesgo para la vida y salud de la mujer debido a la enfermedad de base. “Quiero vivir para cuidar a mi hijo”, dijo Beatriz a las autoridades de su país.
El caso llegó a la Corte Interamericana, que no ha notificado ninguna sentencia y ni siquiera se sabe si la ha emitido. Los defensores de la moción especulan que la Corte obligará a los Estados americanos a ampliar las causales de aborto terapéutico para incluir la vida o la salud de la madre. En nuestro país, el aborto terapéutico por estas causales está despenalizado desde 1970, como en la gran mayoría de los países del mundo.
Un elemento innegable de nuestra identidad nacional es el respeto a la independencia de los tribunales internacionales, en cuyas manos colocamos las aspiraciones de convivencia pacífica con los demás países. Tampoco podemos borrar de un plumazo años de historia republicana en defensa del respeto y protección de los derechos humanos ni perder el sello distintivo de ser sede y fundador del único tribunal de derechos humanos de América.
Costa Rica no pertenece a la lista de países donde figuran Venezuela y Nicaragua, a la cual estuvo a punto de ingresar el Perú de Alberto Fujimori, finalmente condenado por graves violaciones a los derechos humanos. Sería totalmente absurdo quedar en tan deshonrosa compañía por un caso contencioso de otro país que, a la postre, establecería la misma regulación del aborto terapéutico existente en el nuestro desde hace más de 40 años, según lo admite el propio Partido Nueva República.
Los diputados hicieron bien al rechazar la moción, pero la sugerencia misma entraña un peligro para el Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos. Si un país como el nuestro, estimado entre los más respetuosos del sistema, contempla la posibilidad de apartarse de él a consecuencia del desacuerdo con un fallo, la licencia creada para naciones menos respetuosas de los derechos humanos conducirá a más tragedias como las vistas en Venezuela y Nicaragua.