El sábado 30 de mayo se abrió una nueva y promisoria era en la corta historia de los viajes espaciales. Por primera vez, un cohete y una cápsula tripulada, construidos gracias a una nueva modalidad de alianza público-privada entre la NASA y la compañía SpaceX, fueron lanzados desde Cabo Cañaveral, Florida. Menos de un día después, la cápsula se acopló con absoluta precisión a la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) y los astronautas Bob Behnken y Dough Hurley se sumaron a la tripulación.
La noticia, particularmente estimulante en plena pandemia, tiene extraordinario significado. Además de su impacto práctico inmediato, demuestra la enorme capacidad innovadora y emprendedora de los seres humanos. En este caso particular, el gran protagonista ha sido el polémico, pero genial ingeniero y empresario Elon Musk, más conocido por la creación de los vehículos eléctricos Tesla y los avances en el desarrollo de baterías de enorme capacidad y duración. A él se debe el establecimiento de SpaceX y el desarrollo de una visión transformadora sobre los viajes al espacio, que encontró un nuevo y estimulante entorno en la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA, por sus siglas en inglés).
Hace aproximadamente una década, Mike Griffith, su administrador de entonces, decidió modificar los anquilosados esquemas de contratación de proyectos, basados en costos de los desarrolladores (a menudo inflados) más una utilidad, y adoptar esquemas de alianzas público-privadas más competitivos, eficaces y eficientes. En ellos, las empresas desarrolladoras asumen una gran porción de los riesgos, con la expectativa de adecuados beneficios, y la NASA reduce su participación en los detalles de los proyectos, pero garantiza un acompañamiento durante el desarrollo. De este modo, además de sustanciales reducciones en las facturas, se ha logrado acelerar el ritmo de las iniciativas de la innovación. El viaje del Crew Dragon es su mayor y mejor resultado hasta la fecha.
Para Estados Unidos, fue la primera vez en nueve años, desde el fin del errático programa de transbordadores, que sus astronautas lograron llegar a la ISS sin necesidad de utilizar como transporte, a altísimo costo y con cierta humillación nacional, las cápsulas rusas Soyuz. Más significativo aún, sin embargo, es que el Crew Dragon logró construirse con un diseño mucho más moderno y a costos significativamente inferiores a cualquier otro con propósitos similares. Asimismo, su propulsor, el cohete Falcon 7, pudo regresar a la Tierra y posarse, sin problema alguno, en una plataforma sobre el Atlántico: otra proeza técnica y un ahorro adicional.
Con este éxito quedó roto para siempre el monopolio estatal sobre los viajes tripulados más allá de nuestra atmósfera (en los no tripulados hace años no existe) y se dio impulso a la posibilidad de que la incipiente industria espacial privada multiplique su desarrollo. Es difícil predecir cuál será el impacto de este virtual big bang en el sector, pero las perspectivas que abre son promisorias, tanto para los presupuestos estatales como para el desarrollo científico-tecnológico.
A la vez, la generación de un sector privado más dinámico interesado en la exploración y explotación de oportunidades en el espacio ultraterrestre, señala la necesidad de establecer reglas adecuadas para enmarcar el desarrollo. Esto requerirá, necesariamente, una gran concertación internacional, en la cual Estados Unidos, por su condición de pionero en la materia, debería desempeñar un papel preponderante, propositivo y colaborativo. La innovación precisa buenos marcos técnicos, económicos y regulatorios, y estos solo serán posibles, con adecuados equilibrios, mediante la cooperación global.