Con la investidura de Joseph R. Biden como presidente y de Kamala D. Harris como vicepresidenta de Estados Unidos, la democracia de esta potencia amiga inicia una nueva y esperanzadora etapa que, sin embargo, estará plagada de monumentales desafíos.
El significado de la ceremonia, en una soleada y fría mañana, fue intenso: una reafirmación de la institucionalidad y la continuidad republicana en el mismo sitio —el Capitolio— que dos semanas atrás fue asaltado por turbas violentas, instigadas por el hoy expresidente Donald Trump, para impedir la certificación final del triunfo del nuevo mandatario y su compañera de fórmula. A este simbolismo se unió otro de diferente índole, pero no menos trascendente: Harris se convirtió en la primera mujer —además, de etnia mixta— en ocupar la vicepresidencia, y fue juramentada por Sonia Sotomayor, la primera estadounidense de origen hispano en llegar a la Corte Suprema de Justicia.
Tras rendir su juramento constitucional ante el presidente del máximo órgano judicial, John G. Roberts, Biden pronunció un breve e inspirador discurso, centrado en la unidad, el valor más necesario para que su país pueda restaurar, cuando menos en parte, algunos de los graves daños infligidos por su predecesor. Desde la unión, la tolerancia y la empatía, pero también desde la determinación, la competencia y el apego a la Constitución y las leyes, el cuadragésimo sexto presidente de la Unión se comprometió a trabajar por restañar heridas políticas y sociales, superar los efectos de la pandemia desatada por la covid-19, reactivar la economía en armonía con el ambiente, combatir el racismo sistémico y la desigualdad y renovar las alianzas y el liderazgo constructivo de Estados Unidos en el mundo, no solo «desde el ejemplo de nuestra fuerza», dijo, sino también «desde la fuerza de nuestro ejemplo».
Avanzar por estas vías será difícil. El camino estará empedrado por el enorme daño que causó Trump a la democracia, su irrespeto sistemático a la decencia política y su erosión deliberada de la legitimidad del proceso electoral, fundamento indispensable del gobierno representativo.
El cuatrienio que ayer terminó lo define, sin hipérbole alguna, como el más nefasto presidente en la historia estadounidense. Por décadas, los historiadores han debatido a quién se le puede adjudicar esa innoble categoría. Nombres como los de Franklin Pierce (1853-1857), James Buchanan (1857-1861) y Andrew Johnson (1865-1869) tradicionalmente encabezaron la lista. Sin embargo, Trump rompió la escala, por su egocentrismo ignorante; su irresponsable, incompetente e inhumano manejo de la pandemia; su errática política económica y comercial; su mezcla entre lo privado y lo público; su desdén y hasta agresiones contra el ambiente; su erosión de alianzas e instituciones internacionales de gran valor para Estados Unidos y el mundo; su fomento de la intolerancia, y la normalización de la violencia verbal, las mentiras y las «realidades alternativas» (otra variante de la falsedad) como bases del debate público.
Pero, sobre todo, lo que marcó de forma más grave su presidencia y dejará huellas más profundas y destructivas en la integridad de la Unión Americana fue su determinación, junto con múltiples cómplices, de irrespetar, manipular y distorsionar las instituciones, normas y costumbres básicas de la democracia para acaparar poder y alimentar sus afanes autocráticos y continuistas. De esta voluntad formó parte su arremetida final, brutal y dolosa contra la pureza del sufragio, la credibilidad del sistema electoral y la legitimidad de un sucesor elegido libre y limpiamente. Aunque se estrelló contra las instituciones que pretendió instrumentalizar y contra los funcionarios honestos que no pudo doblegar, ha dejado una corrosiva marca entre millones de ciudadanos que, aún hoy y contra toda lógica y evidencia, consideran, como una suerte de auto de fe, que la elección fue amañada.
La dificultad de superar este daño a los cimientos mismos del sistema democrático estadounidense no se debe solo a la profundidad del impacto logrado por las mentiras de Trump, sino también a que gran cantidad de sus más influyentes y eficaces facilitadores permanecen como legisladores, gobernadores o líderes del Partido Republicano. Saltar sobre esta y otras barreras para recargar la vitalidad democrática e impulsar la unidad proclamada por Biden en su discurso será una misión a la vez urgente y a largo plazo. A ella deberán incorporarse su Partido Demócrata y los sectores políticos, mediáticos, gremiales, académicos y empresariales responsables de Estados Unidos, incluidos varios de los grupos conservadores que nunca se convirtieron en rehenes de Trump, o líderes republicanos que a última hora le han dado la espalda.
A la vez, la nueva administración deberá actuar con rapidez, método, perseverancia e inteligencia para afrontar los retos sanitarios, económicos, ambientales, raciales, sociales y de política exterior, a los que el nuevo presidente hizo rápida mención en su discurso.
Ayer mismo, emitió 17 decretos ejecutivos, proclamaciones y memorandos, encaminados a revertir algunas de las medidas más destructivas de su predecesor. De la lista forman parte la decisión de reincorporarse al Acuerdo de París sobre cambio climático, frenar la salida de la Organización Mundial de la Salud (OMS), restaurar regulaciones ambientales eliminadas, suspender los permisos de exploración de hidrocarburos en la reserva ambiental del Ártico, restaurar el directorio para seguridad sanitaria y biodefensa en el Consejo Nacional de Seguridad, obligar a la utilización de mascarillas en todos los edificios federales, reincorporar el conteo de todos los habitantes del país (no solo los ciudadanos) en el censo nacional y cesar la construcción del muro en la frontera con México. Además, anunció el envío al Congreso de una reforma legal sobre migración y un paquete de ayuda económica para mitigar la pandemia, por $1,9 billones (millones de millones). Ambos requerirán apoyo en el Senado y la Cámara de Representantes.
Por un lado, apuesta por la unidad; por otro, claridad estratégica y muestras de determinación para afrontar con la mayor celeridad y profundidad posible enormes desafíos nacionales y globales. Es una buena mezcla, acompañada de un sólido equipo de colaboradores y una insistencia en la decencia y la tolerancia como amalgamas políticas y sociales.
Se abre una nueva etapa. El éxito no está garantizado. En el camino habrá errores. Sin duda, los republicanos tratarán de entorpecer sus iniciativas en todo lo posible. Todo esto es parte de la dinámica democrática. Pero saber que por lo menos por ahora su integridad está garantizada, es un excelente comienzo.