Para sorpresa de la mayor parte del plenario legislativo, un candidato salido de la nada obtuvo 12 votos para llenar la plaza vacante de Carlos Chinchilla en la Sala III, encargada de la materia penal. El juez ramonense Gregorio José Briglia había concursado, sin éxito, en el 2017. Más tarde, su postulación para suceder a la magistrada Doris Arias fue descalificada porque no presentó la documentación requerida. En esta oportunidad, ni siquiera concursó.
Eso no fue obstáculo para intentar introducirlo por “la puerta de atrás”, según palabras del liberacionista Luis Fernando Chacón, presidente de la Comisión de Nombramientos. El socialcristiano Rodolfo Peña calificó lo sucedido de “inmoral” y el frenteamplista José María Villalta afirmó que “enloda” el Parlamento. Enrique Sánchez, del PAC, lamentó el “aporte a la opacidad, el secretismo y la poca credibilidad de las instituciones públicas”. Para Zoila Rosa Volio, de Integración Nacional, la maniobra fue un “descaro” y una “cobardía”. Indignada, exigió a la docena de legisladores identificarse.
Solo uno lo hizo, con razones rayanas en el absurdo. El socialcristiano Erwen Masís asegura no conocer al juez, pero vio “el nombre ahí, en por lo menos dos concursos”. Votó, entonces, por una persona desconocida porque en algún momento quiso ser magistrada, aunque en esta oportunidad no concursó y en otra fue descalificada.
No consta si el candidato mantiene el interés ni la Asamblea cuenta con información actualizada. Masís, cuando vio el nombre “ahí (…) en dos concursos”, lo consideró “un juez de tribunal con buen currículum y atestados”. Esa descripción, por suerte, corresponde a muchos jueces, pero ningún otro fue candidato al nombramiento, al parecer inesperado.
Los otros once legisladores no se han identificado y es imposible conocer las razones de su súbito entusiasmo por el aspirante. La Asamblea Legislativa sale muy malparada y también la Corte Suprema de Justicia. La primera, por su falta de transparencia, y, la segunda, por las crecientes dudas sobre los métodos de selección de sus jerarcas.
La raíz del problema está en el secretismo establecido en el reglamento legislativo a contrapelo de la Constitución Política, cuyo texto sigue la más elemental lógica democrática y republicana para establecer la publicidad como regla del Parlamento. El secreto solo es posible “por razones muy calificadas y de conveniencia general”, cuando medie un acuerdo respaldado por, cuando menos, dos terceras partes de los diputados presentes en la votación, dice el artículo 117 del texto fundamental.
Esas “razones muy calificadas y de conveniencia general” deben ser justificadas y la decisión está sujeta a control de constitucionalidad. Ni siquiera la mayoría calificada goza de una potestad irrestricta para declarar el secreto y, cuando lo haga, la disposición no puede tener alcance general: es exclusiva para el caso concreto.
La Sala Constitucional acató esos criterios para dejar sin efecto las disposiciones del reglamento legislativo sobre el secreto de los votos de censura, las acusaciones o suspensiones de funcionarios, la compatibilidad de sus cargos con otras funciones, la integración de la Comisión de Honores y la concesión de títulos de ciudadano de honor y benemérito de la patria, las ciencias, las artes o las letras. La única reserva autorizada es sobre los datos cuya divulgación esté prohibida por ley.
No está resuelta la acción planteada contra las votaciones secretas para elegir magistrados o negarles la reelección. Los diputados podrían modificar el reglamento para alinear sus prácticas con la Constitución y las demandas de transparencia de la sociedad, pero eso implica renunciar a la comodidad de la penumbra. Salvo un milagro, no ocurrirá. El Congreso prefiere seguir pasando vergüenzas como la del candidato sorpresa y el país corre el riesgo de sufrir, en los próximos días, la elección secreta de cinco magistrados, casi la cuarta parte de la Corte, cuyo prestigio y legitimidad también resultarán afectados.