La jueza Patricia Vargas González, por amplio margen la mejor calificada de la nómina de candidatos a magistrado suplente de la Sala III, retiró su nombre de la consideración de los diputados en protesta por la «opacidad» del procedimiento, a cuyo amparo cualquier «especulación» es capaz de impedir el nombramiento.
En su caso, el diputado liberacionista Jorge Fonseca, miembro de la Comisión de Nombramientos, rompió el silencio para revelar las razones del rechazo: un grupo de diputados no ve con buenos ojos que la jueza haya sido letrada del exmagistrado José Manuel Arroyo, a quien objetan por razones ideológicas.
Vargas laboró para otros magistrados y nunca se le pidió explicar su relación con cada uno de ellos, pero la colaboración con Arroyo selló su suerte sin que nadie, salvo Fonseca, lo confesara.
De no ser por el legislador liberacionista, el país se vería obligado a conformarse con la única «explicación» adicional ofrecida en el Congreso, en este caso por el socialcristiano Pablo Heriberto Abarca: la jueza no tenía «ambiente». Así de fácil se deciden, bajo el manto del secreto, las más altas investiduras del Poder Judicial.
Los ciudadanos no tenemos derecho a conocer las verdaderas razones y debemos conformarnos con saber de la falta de «ambiente» entre quienes olvidan su obligación de representarnos y se arrogan la facultad de tratarnos como párvulos.
El vicio original de esos arrestos antidemocráticos es el secreto entronizado en el más público de los poderes del Estado. A su amparo, el cotilleo florece con tanto ímpetu que estuvo a punto de malograr la reelección de un magistrado por supuestos malos tratos a sus subalternos. Las acusaciones crecieron y se multiplicaron. Pudieron ser determinantes si no hubieran salido a la luz pública para ser desmentidas.
En el 2019, un candidato salido de la nada obtuvo 12 votos para llenar la plaza vacante de Carlos Chinchilla en la Sala III. Había concursado, sin éxito, en el 2017, y más tarde fue descalificado por no presentar la documentación requerida.
En el 2019 logró los 12 votos sin siquiera concursar. Luis Fernando Chacón denunció el intento de introducirlo por «la puerta de atrás». Otros legisladores calificaron el hecho como «inmoral», un «descaro» o una «cobardía». Se le tildó de «aporte a la opacidad, el secretismo y la poca credibilidad de las instituciones públicas» y se dijo que «enloda» al Parlamento.
Hechos tan repudiados por los propios legisladores no serían posibles sin el secretismo establecido en el reglamento legislativo a contrapelo de la Constitución Política, cuyo texto establece la publicidad como regla del Parlamento.
El secreto solo es posible «por razones muy calificadas y de conveniencia general», cuando medie un acuerdo respaldado por, cuando menos, dos terceras partes de los diputados presentes en la votación, dice el artículo 117 del texto fundamental.
Esas «razones muy calificadas y de conveniencia general» deben ser justificadas y la decisión puede ser sometida a control de constitucionalidad. Ni siquiera la mayoría calificada tiene la potestad irrestricta de declarar el secreto y, cuando lo haga, la disposición solo vale para el caso concreto.
De conformidad con esos mandatos, la Sala Constitucional dejó sin efecto el secreto de los votos de censura, las acusaciones o suspensiones de funcionarios, la compatibilidad de sus cargos con otras funciones, la integración de la Comisión de Honores y la concesión de títulos de ciudadano de honor y benemérito de la patria, las ciencias, las artes o las letras. La única reserva autorizada es sobre los datos cuya divulgación esté prohibida por ley.
Está pendiente de resolución una acción planteada contra el secreto de las votaciones para elegir magistrados o negarles la reelección. Mientras impere el sistema vigente, el Congreso seguirá pasando vergüenzas y la Corte seguirá sufriendo el descrédito derivado de la sospecha sobre su integración a consecuencia de la «opacidad» denunciada, en esta ocasión, por la jueza Vargas.