No es casualidad la doble postulación, para presidente y diputado, de la mayor parte de los candidatos inscritos para las próximas elecciones. Era de esperar en un país con creciente fragmentación política. Los aspirantes presidenciales no confían en sus posibilidades de encabezar el gobierno y tienen al parlamento como premio de consolación o como velado objetivo.
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En otras latitudes, la lógica de la doble postulación está estrechamente ligada al sistema parlamentario. El gobierno sale de la legislatura y tiene sentido incorporar a sus filas a las cabezas circunstanciales de partidos consolidados y estables con el fin de forjar, entre ellos, las coaliciones necesarias para formar gobierno.
Costa Rica no tiene parlamentarismo ni un sólido régimen de partidos, y la doble postulación solo sirve de vehículo para llegar al Congreso y mantener vigencia durante cuatro años. Con las aspiraciones de gobernar intactas y la esperanza de mejor suerte en los siguientes comicios, la tentación de hacer política electoral desde el parlamento se torna irresistible. La doble postulación, en esas circunstancias, traslada las distorsiones del proceso electoral a la Asamblea Legislativa y, lejos de facilitar la gobernabilidad, la complica.
Pasadas las elecciones, los partidos políticos costarricenses solo tienen vida en la Asamblea Legislativa y, en menor medida, en las municipalidades. Carecen de presencia como organizaciones de la sociedad civil, aun en el caso de los mejor organizados y, en medio de la atomización política, vienen surgiendo los «taxis» electorales sin programa y sin compromiso ideológico, siempre esperando un pasajero prometedor. Llegado al Congreso, el pasajero se baja o, por el contrario, el taxi arranca y lo deja atrás. En cualquier caso, solo quedan las personalidades y los personalismos.
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Los productos de la doble postulación rara vez gozarán de la representatividad necesaria para convertirlos en una presencia útil de cara a la construcción de acuerdos con base social y política. Si los candidatos del momento logran su cometido, más bien podrían completar la atomización de la política nacional.
Bien puede ocurrir. En nuestro sistema electoral, un subcociente puede alcanzarse con muy pocos votos. El doble postulante logra mayor exposición como candidato presidencial aunque su verdadera aspiración sea llegar al Congreso. Sus posibilidades de atraer el puñado de votos necesarios para conquistar una curul son mayores.
La doble postulación también cierra el camino a la renovación de liderazgos en el país y en los partidos capaces de sobrevivir el período entre dos elecciones para presentarse a la siguiente. Así, de nuevo, se alienta el personalismo y el dominio del candidato-diputado sobre la organización empleada para llegar al Congreso.
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Hasta el 2009, el Código Electoral permitía expresamente la doble postulación. El artículo fue eliminado por la reforma legislativa de ese año, pero la posibilidad subsiste porque no fue prohibida y según el principio de legalidad está vedado imponer restricciones no previstas expresamente por el ordenamiento jurídico.
Es tarde para tramitar una enmienda de cara a las próximas elecciones, pero es imprescindible fijar la vista más allá de esos comicios. Los peligros de la fragmentación política y sus efectos sobre la gobernabilidad se hacen patentes en Costa Rica y en países cercanos. La doble postulación solo contribuye a profundizarla y a enconar el debate legislativo, fundiéndolo con intereses electorales y hasta personales, sin las ventajas cosechadas por los regímenes parlamentarios maduros.