El presidente Carlos Alvarado calificó al Sindicato de Trabajadores de Japdeva (Sintrajap) como el peor enemigo de la institución. La afirmación no admite debate para quienes han seguido el desarrollo de los acontecimientos en la entidad, pero la justicia del presupuesto enviado a la Asamblea Legislativa con un nuevo plan de rescate resulta menos obvia.
Hace apenas dos años, los diputados aprobaron ¢49.000 millones para evitar el colapso de Japdeva. El plan incluía una partida de ¢17.900 millones para pagar las liquidaciones de cientos de trabajadores hasta quedar con los 275 cuyas remuneraciones podía financiar.
Quienes aceptaron el despido tenían derecho a recibir hasta ocho salarios adicionales y los mayores de 55 años podían acogerse a un sistema de prejubilación. En consecuencia, el Presupuesto Nacional arrastrará, a lo largo de una década, el pago mensual promedio de ¢1,2 millones a unas 277 personas. Así, Japdeva liquidó a unos 700 empleados innecesarios, cuyas remuneraciones pesaban desde hacía tiempo sobre la institución y el país.
Entonces, el sindicato embargó las cuentas donde estaban los ¢5.300 millones para liquidar a los empleados restantes y el proceso se detuvo. La empresa quedó con una planilla de 510 trabajadores, de los cuales solo necesitaba 275. La sangría de recursos públicos continuó sin más avances de la reestructuración ni ingresos para hacer frente al estancamiento.
El embargo se produjo en el marco de una demanda planteada en el 2013 para reclamar aportes de Japdeva al fondo de ahorro de sus empleados. La convención colectiva del 2002 incorporó la obligación de aumentar al 8% el aporte patronal al fondo. El beneficio, extraordinariamente generoso, quedó sujeto a la posibilidad de cargarlo a las tarifas, pero la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep) no lo aceptó y la administración no pudo aumentar el aporte.
Cualquier otra empresa habría quebrado, pero no Japdeva. Junto a su certero diagnóstico del sindicato, el presidente Alvarado anunció la incorporación de un nuevo paquete de ayuda al presupuesto. La propuesta es de ¢4.000 millones para remuneraciones y contribuciones sociales de la operación regular y ¢2.000 millones para cesantía, preaviso, aguinaldo, vacaciones y bonos de los acogidos a la movilidad laboral.
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Los ¢49.000 millones aprobados en el 2019 no bastaron y tampoco el préstamo de hasta ¢10.000 millones de los superávit de otras instituciones públicas contemplado en la misma ley. El Instituto Nacional de Desarrollo Rural (Inder) transfirió ¢3.500 millones y el Consejo de Seguridad Vial (Cosevi) otros ¢6.500 millones.
La pregunta es si los nuevos ¢6.000 millones garantizan el fin de la sangría o si irán en beneficio del «enemigo», con posibilidad de nuevas peticiones de ayuda en años venideros, siempre con la urgencia de necesitar los recursos para pagar salarios y enfrentar otras obligaciones o caer en incumplimiento. La sangría debe llegar a su fin. El país enfrenta una grave crisis fiscal y no está en condiciones de incrementar el endeudamiento para desperdiciar los recursos.
«Nuestro propósito es dejar eso resuelto. Yo podría decir ‘que resuelva el que venga’, pero no voy a hacer eso. Presenté el presupuesto para dejar resuelto el problema de Japdeva», dijo el mandatario al preguntársele hasta cuándo se mantendría el círculo vicioso de crisis y rescates. No obstante, la presidenta ejecutiva Andrea Centeno ofreció una respuesta menos terminante para explicar la nueva petición de recursos: «(…) Nuestra obligación es mantener el servicio público que brindamos y precisamente por eso es importante discutir este apoyo indispensable en el corto plazo». Si mantener los servicios fuera la justificación, ya es hora de preguntar a qué costo.
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