Una reforma del artículo 49 del Código de la Niñez y la Adolescencia, aprobada en segundo debate por los 40 diputados presentes en el plenario el jueves 27 de octubre, impone la obligación a las autoridades y al personal de las Iglesias, organizaciones deportivas, culturales, juveniles, educativas o recreativas de denunciar ante el Ministerio Público toda sospecha razonable de maltrato, agresión, acoso o abuso contra menores de edad.
La denuncia en esas circunstancias es un deber ético, pero tienen razón los diputados al trasladarlo también a la ley. Lo extraño son las dudas de diputados de Nueva República que, a fin de cuentas, prestaron sus votos a la reforma luego de fracasar su intento de reunir diez firmas para enviar el proyecto en consulta a la Sala Constitucional.
Hay muchos dolorosos antecedentes de encubrimiento de agresiones con graves consecuencias psicológicas para las víctimas. El dolor del ataque se magnifica con la indiferencia de quienes deberían ofrecerles protección. La historia, en nuestro país y el extranjero, justifica la ley a plenitud y quizá la pone en evidencia por falta de severidad.
Si es un funcionario viola, por acción u omisión, la obligación impuesta en la nueva redacción del artículo 49, cometerá una falta grave y podrá ser sometido a un proceso disciplinario según la Ley General de la Administración Pública. Si es un particular, se le sancionará con las medidas correspondientes al régimen al que pertenezca la persona denunciada y con las sanciones pecuniarias que pueda imponer el juez.
La obligación ética de proteger a los menores, trasladada a la ley, bien podría acarrear sanciones más contundentes, pero eso no le resta importancia a la reforma aprobada por los legisladores. La obligación de denunciar ya existe en otros casos, algunos quizá menos apremiantes que la protección de la juventud.
El artículo 281 del Código Procesal Penal, por ejemplo, obliga a denunciar los delitos perseguibles de oficio a los funcionarios o empleados públicos que los conozcan en el ejercicio de sus funciones y a quienes por disposición de la ley, de la autoridad o por un acto jurídico tengan a su cargo el manejo, la administración, el cuidado o control de bienes o intereses de una institución, entidad o persona, cuando el delito se cometa en perjuicio de esos bienes, siempre que conozcan el hecho con motivo del ejercicio de sus funciones.
La misma obligación tienen médicos, parteras, farmacéuticos y demás personas que ejerzan cualquier ramo del arte de curar cuando sepan del ilícito al prestar los auxilios de su profesión. La excepción son los casos de obligada discreción para proteger el secreto profesional.
En general, el artículo también exceptúa los casos donde hay riesgo razonable de persecución penal propia, del cónyuge, de parientes hasta el tercer grado de consanguinidad o afinidad, o de una persona que conviva con el denunciante ligada a él por lazos especiales de afecto. Esta última excepción obedece a la necesidad de respetar los derechos procesales de las personas, en particular el establecido en el artículo 36 de la Constitución Política: “En materia penal nadie está obligado a declarar contra sí mismo, ni contra su cónyuge, ascendientes, descendientes o parientes colaterales hasta el tercer grado inclusive de consanguinidad o afinidad”.
El propio artículo reformado del Código de la Niñez y la Adolescencia ya establecía la obligación de denunciar de “los directores y el personal encargado de los centros de salud, públicos y privados, adonde se lleven menores de edad para atenderlas”. “Igual obligación tendrán las autoridades y el personal en centros educativos, guarderías o cualquier otro sitio en donde permanezcan, se atiendan o se preste algún servicio a estas personas”, decía la norma. ¿Por qué no extender esa obligación a las instituciones comprendidas por la reforma?