Luego de que el 9 de este mes la dictadura de Daniel Ortega desterrara a Estados Unidos y privara de nacionalidad a 222 prisioneros políticos nicaragüenses, entre algunos sectores surgió la expectativa de que esa medida fuera indicio de alguna flexibilidad o mínima apertura del régimen. Apenas pasaron pocas horas para que el propio dictador se encargara de dar una respuesta tajante: la represión sigue y, peor aún, crece.
El regocijo por la excarcelación de ese grupo de opositores estuvo más que justificado, porque al fin dejaron de padecer vejaciones en encierros arbitrarios: la libertad individual es un bien supremo. Sin embargo, al convertirlos en desterrados y apátridas, resultaba claro que tras la medida no existía ningún objetivo realmente humanitario, ni un augurio de cambio, aunque mínimo, en el rumbo del régimen. Al contrario, fue una maniobra puntual para buscar algún oxígeno externo.
Casi de inmediato, dos perversas decisiones lo demostraron. La primera fue la condena expedita, al día siguiente de las excarcelaciones, de monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa, quien se había negado a estar en el grupo de desterrados a Estados Unidos. Su castigo fue brutal y con tintes de vendetta mafiosa: 26 años de cárcel por “traición a la patria”, además de privarlo de la nacionalidad. La segunda gran acción represiva se produjo el miércoles 15. Ese día, el presidente del Tribunal de Apelaciones de Managua, una de las tantas mamparas judiciales de la dictadura, invocó de nuevo la espuria “traición a la patria” para despojar de la nacionalidad y calificar de “prófugos de la justicia” a 94 valientes religiosos, activistas, políticos, intelectuales y periodistas exiliados, muchos en Costa Rica.
Entre los afectados se encuentran los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, los periodistas Carlos Fernando Chamorro, Lucía Pineda y Wilfredo Miranda, el ex comandante sandinista Luis Carrión, el exembajador ante la Organización de los Estados Americanos (OEA) Arturo McFields y la presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos, Vilma Núñez.
A partir de ahora, quedamos notificados de que en ese régimen primitivo, sometido a una “legalidad” ficticia, está en manos del mandamás supremo, Daniel Ortega, y su esposa, Rosario Murillo, decidir quiénes son nicaragüenses. El resto —leyes espurias, jueces sometidos o tribunales decorativos— son puras formalidades para imponer sus decisiones.
Pero ninguna de esas maniobras oscurantistas y perversas borrará la identidad nacional de los afectados; al contrario, los embates arbitrarios no harán sino reforzarla. Sergio Ramírez lo expresó con belleza, precisión y fuerza en un tuit publicado casi de inmediato: “Nicaragua es lo que soy y todo lo que tengo, y que nunca voy a dejar de ser, ni dejar de tener, mi memoria, mis recuerdos, mi lengua y mi escritura, mi lucha por su libertad por la que he empeñado mi palabra. Mientras más Nicaragua me quitan, más Nicaragua tengo”.
Tales actos del régimen merecen una severa condena internacional y el rechazo a conducir posibles negociaciones con la pareja dictatorial a menos que, de manera concreta, clara, verificable e irreversible, comiencen a tomar medidas hacia la real apertura política y la democracia. Si el gesto inicial de las excarcelaciones fue anulado por las condiciones en que se produjeron, los hechos siguientes, en un contexto de arbitrariedad total, reafirman que, lejos de abrirse, la dictadura se cierra aún más.
Por ahora, las condenas externas claras son pocas. Incluso, el gobierno de Estados Unidos y el Vaticano quisieron creer que se abría una oportunidad para el diálogo. La evidencia debería llevarlos a convertir sus ilusiones infundadas en realismo, y a partir de este desarrollar una política activa de denuncia, rechazo y aislamiento de los Ortega-Murillo y su camarilla.
El extremo represivo en que ha derivado la pareja gobernante no es señal de fortaleza, sino de debilidad, tal como dijo a La Nación la periodista Lucía Pineda. Sin embargo, precisamente por eso, es posible que la arremetida continúe y se agrave. Solo con firmeza, presiones externas y apoyo decidido a quienes luchan por la libertad en el país será posible un real avance hacia la democracia en Nicaragua.