Aún no se sabe la causa precisa de su muerte y el gobierno hace todo lo posible por ocultarla. Desde que fue anunciada, el viernes, las autoridades rusas no han dado explicación alguna sobre qué la produjo, y mantienen oculto el cadáver del destacado líder opositor Alexéi Navalni, quien cumplía una tercera condena en una de las más tenebrosas y aisladas colonias penales del país, en su remota región ártica.
¿Un asesinato deliberado, un resultado de sus pésimas condiciones de vida, un colapso inesperado, un accidente? Lo más probable es que haya sido lo primero. El historial de crímenes contra opositores es largo en la Rusia de Vladímir Putin. De hecho, en agosto del 2020, mientras hacía campaña en Siberia, Navalni fue víctima de un envenenamiento con el agente nervioso novichok, desarrollado durante la era soviética. Pero incluso en la remota posibilidad de que esta vez no haya existido una acción directa para eliminarlo, una cosa es incontrovertible: Putin y su camarilla represora son responsables de la muerte, porque eran ellos sus carceleros y tenían control sobre su vida. Por esto, se trata de un nuevo crimen de Estado, tan infame como inaceptable.
El terrible mensaje de esta muerte es que la oposición rusa solo tiene cuatro caminos: el silencio, el exilio, la prisión o la muerte. Porque si algo no tolera Putin, quien acumula 24 años como presidente y se prolongará por seis más mediante elecciones sin competencia real el próximo mes, es que se cuestione o desafíe su poder. Esta tendencia, presente desde su llegada al Kremlin, se ha acentuado a lo largo del tiempo, y ha alcanzado un extremo de intolerancia desde la invasión a Ucrania. A partir de ese 24 de febrero del 2022, la represión se ha acentuado, las organizaciones de la sociedad civil han sido prácticamente barridas y la exigencia de lealtad absoluta es la consigna del poder.
En este esquema, el simple hecho de que Navalni existiera resultaba inaceptable. Por esto se produjo el intento de envenenarlo en el 2020, del que se salvó gracias a su traslado perentorio a Alemania, donde logró recuperarse con relativa rapidez. Lejos de optar entonces por el exilio, decidió regresar a Rusia, con la casi certeza de que perdería su libertad e incluso la vida, pero con la decisión de encarar al régimen de manera directa. A su llegada fue capturado y, en febrero del 2021, condenado a dos años y medio de prisión.
En el 2022 una segunda condena añadió nueve, en agosto pasado se le agregaron otros 19 y en diciembre se informó de que, sin conocimiento de sus abogados, había sido transferido a la prisión donde murió. En todas las locaciones de su encierro fue sometido a privación del sueño, aislamiento y otras torturas psicológicas.
Navalni, nacido en 1976, se convirtió en activista político a comienzos de este siglo. Inicialmente, alcanzó notoriedad por sus bien documentadas y explosivas investigaciones sobre corrupción. Fue encarcelado en el 2013, pero muy pronto recuperó la libertad, y en las elecciones de ese año para la alcaldía de Moscú obtuvo el 27,2 % de los votos. De ahí en adelante, se convirtió en el gran símbolo de la oposición y, por ende, en blanco de continua persecución. Temeroso de su impulso, Putin le impidió, mediante argucias legales, competir por la presidencia en el 2018.
Su muerte se suma a muchos otros crímenes de Estado en Rusia. El más reciente ocurrió en agosto pasado, cuando explotó en pleno vuelo entre Moscú y San Petersburgo el avión en que viajaba Yevgueni Prigozhin, jefe del grupo mercenario Wagner, quien, tras servir los intereses del régimen, se había rebelado contra Putin por su conducción de la guerra en Ucrania. Pero la lista incluye también, entre muchos otros, al ex vice primer ministro Borís Nemtsov (2015), la activista de derechos humanos Natalia Estemírova (2009) y la periodista Anna Politkóvskaya.
La desaparición de Navalni, sin embargo, tiene mucho mayor significado político, por el peso de su figura, el carácter simbólico que había adquirido y la coyuntura en que se produce: de agresión contra Ucrania y la perpetuación de Putin en el poder. Ante su desaparición y el vacío que deja, su esposa, Yulia Navalnaya, anunció que asumirá su causa, y el lunes viajó a Bruselas, donde fue recibida por una reunión de ministros de Relaciones Exteriores de la Unión Europea.
Tanto esta organización como Estados Unidos dicen que aplicarán sanciones por la muerte. Es necesario, porque ante un crimen de tal magnitud, el mundo democrático no puede ser indiferente. Sin embargo, y desgraciadamente, el propósito de Putin, que era dejar sin símbolo activo a sus opositores, es probable que se cumpla, al menos en lo inmediato. Los años que vienen serán peores para los rusos.