Apenas 15 minutos antes de concluir sus funciones como alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la expresidenta chilena Michelle Bachelet divulgó la semana pasada un demoledor informe que revela las sistemáticas y atroces violaciones cometidas por el régimen chino contra la libertad, la integridad, la cultura y la religión de las minorías musulmanas en la región “autónoma” de Xinjiang.
El documento, de 48 páginas, no plantea muchos hallazgos originales: la campaña de asimilación emprendida brutalmente por las autoridades de Pekín contra la población uigur y otras minorías etnorreligiosas ha sido denunciada y documentada durante años por gobiernos occidentales y organizaciones independientes. Lo novedoso es que las revelaciones provienen ahora de la más alta autoridad de la ONU en derechos humanos y que estén basadas en un trabajo minucioso y objetivo, respaldado por gran cantidad y diversidad de fuentes y testimonios. Esto le otorga enorme legitimidad, gracias a la cual el régimen chino ha quedado expuesto como nunca antes. Ya era hora.
El documento revela un escalofriante y sistemático patrón de violaciones a los derechos humanos “cometidos en el contexto de la aplicación de estrategias gubernamentales contra el terrorismo y el ‘extremismo’” que, presuntamente, ejercen sectores de esas minorías. Más aún, las acciones tienen como base una legislación general “profundamente problemática desde la perspectiva de los estándares y normas internacionales de derechos humanos”, que otorga a los funcionarios “amplia discreción” para aplicar sus poderes coercitivos con “limitadas garantías y escasa verificación independiente”.
El repertorio utilizado por las autoridades para enfrentar “las percibidas amenazas a la seguridad que emanan de miembros individuales de estos grupos” es aterrador. El informe refiere una política multifacética, que incluye discriminación etnorreligiosa, ejecuciones selectivas, detenciones arbitrarias, confinamientos en campos de “reeducación”, trabajos forzosos, torturas, separación de familias, aplicación coercitiva de control natal, violencia sexual, impedimento de prácticas religiosas propias y hasta destrucción de mezquitas y otros centros de culto.
Además, advierte sin ambages de que “la extensión de las detenciones arbitrarias y discriminatorias contra miembros de los uigures y otros grupos predominantemente musulmanes... pueden constituir crímenes internacionales, en particular, crímenes contra la humanidad”.
Cuánto incidirán las revelaciones y recomendaciones del informe en proteger los derechos humanos y generar posibles mejoras en las condiciones de vida de estos millones de personas, es difícil de predecir, pero tememos que el impacto será mínimo. Por lo pronto, después de la publicación, el régimen respondió de manera vitriólica y presentó la meticulosa y aséptica investigación como parte de una conspiración occidental en su contra, lo cual revela su nula voluntad de cambio.
En vista de esa actitud, pero sobre todo de las atrocidades descubiertas, se impone ampliar y profundizar las investigaciones. Tal como planteó la directora para China de la organización Human Rights Watch, corresponde ahora que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU emprenda una amplia investigación sobre los posibles crímenes contra la humanidad cometidos por el gobierno de Pekín y se empeñe en exponer a los responsables. Llevarlos a la justicia internacional será casi imposible, porque China no reconoce la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, pero sí podrán, cuando menos, ser sujetos de sanciones individuales o colectivas.
El proceso que sigue será difícil. El régimen tiene enorme capacidad de presión y extorsión y la utilizará al máximo para frenar futuras investigaciones. Pero que, a pesar de ellas, el informe haya salido a la luz demuestra que su poder no es absoluto y que es posible arrojar más luz sobre las políticas represivas en Xinjiang. Es algo que merecen no solo los uigures y otras minorías víctimas directas de los atropellos, sino también la población china en general.