En 1971, cuando la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos falló el caso New York Times Co. v. United States, 403 U. S. 713, la administración de Richard Nixon alegaba motivos de seguridad nacional para impedir al prestigioso diario neoyorquino y al Washington Post publicar los papeles del Pentágono, un informe oficialmente titulado “La historia de la toma de decisiones de EE. UU. en Vietnam, 1945-1968″.
El gobierno tenía razón en sus previsiones del impacto de los documentos sobre la opinión pública y su efecto fortalecedor de la oposición a la guerra en la antigua Indochina. El informe daba cuenta de la callada expansión de las actividades bélicas mediante operaciones nunca reveladas a la ciudadanía. La publicación del New York Times alteró los términos del debate público al punto de ser considerada un factor relevante en la conclusión de la guerra.
Los documentos cuestionaban el cumplimiento de los acuerdos de Ginebra, la veracidad de los datos de las bajas enemigas, los programas de pacificación de la campiña vietnamita y el papel de los Estados Unidos en el ascenso y caída de Ngo Dinh Diem, presidente asesinado durante el golpe de Estado de 1963. Estas y otras materias eran suficientemente sensibles para ser clasificadas como máximo secreto de Estado.
Por definición, el origen de los documentos entregados al periódico era ilícito, pero su publicación tenía el amparo de la garantía constitucional de la libertad de expresión. Los magistrados fallaron a favor de esa garantía y el derecho de los ciudadanos a conocer la información difundida por los periodistas.
A nadie se le ocurrió denunciar a los informadores, pese a la extrema sensibilidad de la materia y la ausencia de toda duda sobre la ilicitud de su origen. Los periodistas, claro está, no participaron en el delito y solo cumplieron su obligación de informar a la sociedad sobre asuntos de interés público llegados a su conocimiento.
El caso es emblemático precisamente por la delicadísima materia revelada en un momento de fuertes tensiones en la sociedad estadounidense y el mundo. La televisión transmitía la interminable sucesión de ceremonias de repatriación de cadáveres y los periódicos publicaban conmovedoras fotos de las víctimas del napalm.
Por encima de todo, primó la libertad de expresión y el derecho de la ciudadanía a estar informada, en cuya ausencia no hay democracia. Ha pasado más de medio siglo y en todo el mundo se han perfeccionado leyes y líneas jurisprudenciales para ofrecer una protección robusta contra la censura previa.
Nuestro país no es la excepción. Por eso, resulta inexplicable la pretensión, a estas alturas del desarrollo democrático, del presidente de la República y su ministro de Comunicación de censurar informaciones de este diario sobre asuntos de innegable interés público. La distancia entre los “audios de la presidencia” y los papeles del Pentágono no solo está marcada por el tiempo y la evolución de las garantías de la libre expresión en el mundo, sino también por la gravedad del momento histórico, la sensibilidad de la materia y el origen indiscutiblemente ilícito de los segundos.
El éxito de la petición presidencial habría puesto al país en vergüenza y, sin duda, su sola presentación será objeto de comentario en los informes de las organizaciones defensoras de la libertad de expresión. Pretender negar el derecho del periódico a publicar los audios y, peor todavía, el derecho de los costarricenses a escucharlos, atenta contra las libertades de cuyo pleno ejercicio nos sentimos orgullosos.
Orgullosos podemos sentirnos del firme rechazo de la Fiscalía a las pretensiones de los altos funcionarios, cuya obligación con la transparencia incluye el deber de tolerar el escrutinio de sus actos. El Ministerio Público se negó a acceder a la petición de ordenar la suspensión de las publicaciones y precisó que la pretendida medida cautelar está expresamente prohibida “por la normativa internacional aprobada por nuestro país, propiamente el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José)” y también por la Constitución Política.