Los oficiales de la Policía de Tránsito de la Delegación de San José rehusaron patrullar el 30 de mayo porque carecen de vehículos, radios, instalaciones salubres y un número suficiente de agentes para salir a la calle en parejas, cuidarse mutuamente y vigilar un área absurdamente extensa.
Un par de decenas de oficiales por turno atienden hasta 70 accidentes a lo largo de ocho horas de servicio y apenas cuentan con cuatro motos y cuatro patrullas. Una docena de autos y 30 motocicletas están fuera de servicio por falta de llantas, fugas de aceite, baterías defectuosas o problemas eléctricos. Una grúa no puede ser utilizada porque no se cuenta con repuestos para arreglar el motor.
Un reportaje de este medio informó, en junio del año pasado, que la Policía de Tránsito bajó de 1.043 oficiales en el 2014 a 693 en el 2023, un 30 % menos. Luego de excluir a los encargados de labores administrativas, apenas hay 126 oficiales por turno para vigilar 32.075 kilómetros de carreteras en todo el territorio nacional.
El año entrante se espera la incorporación de 60 nuevos agentes, cuando el déficit se estima en al menos 1.000. Su ayuda será bienvenida, pero no hay motivo para esperar mayor impacto sobre la seguridad vial. En la actualidad, los accidentes consumen buena parte del tiempo de los oficiales y es raro verlos en el ejercicio de funciones preventivas.
Por eso no es de extrañar el aumento desmedido de muertes en las vías. Entre el 2014 y el 2022, la tasa de mortalidad por cada 100.000 habitantes pasó de 7,65 a 9,3. En el 2022 hubo 485 muertes, pero esa estadística es engañosa, porque solo cuenta los fallecidos en el lugar del accidente y no las muertes camino al centro médico o ya en sus instalaciones.
El costo de la atención de heridos y los daños materiales también son astronómicos, pero impedirlos es tarea imposible del puñado de policías obligados, en muchos casos, a trabajar en tenis por falta de botas para completar los uniformes, también escasos. La delegación donde se produjo la protesta está infestada de cucarachas y quizá no sea la más insalubre del país.
La falta de equipos de comunicación, así como la exigencia de patrullar solos y a pie, no solo resta eficacia al trabajo de los agentes, sino los pone en peligro, sin respaldo ni posibilidad de llamar apoyo en caso de necesitarlo. Tampoco pueden alertar a otros oficiales o coordinar con ellos la detención de un infractor. Perseguirlo, como haría la policía de tránsito en cualquier país del mundo, es imposible sin vehículos.
El país invirtió años en la redacción de una ley de tránsito, revisada una y otra vez para conformarla con los criterios de la Sala Constitucional y las exigencias de diversas tendencias políticas. Todo resultó inútil a falta de un cuerpo de seguridad capacitado y equipado para hacer cumplir sus disposiciones.
La protesta de los oficiales de la delegación capitalina pasó sin mayores consecuencias. Los agentes enfrentan las mismas limitaciones y solo recibieron promesas de mejora. Hace años, el país dejó de tomar en serio la vigilancia de sus vías y las consecuencias están a la vista. Si se contabilizan todas las muertes causadas por accidentes de tránsito, y no solo las ocurridas en el lugar del siniestro, el número de fallecidos es comparable con la ola de homicidios.
Las 517 muertes in situ del año pasado son una marca histórica, pero solo dista en 390 del récord de homicidios establecido en el mismo período. Si se toman en cuenta los decesos lejos del lugar del accidente, las tragedias del tránsito bien podrían ser superiores en cantidad. Eso merece, cuando menos, tanta preocupación como la criminalidad. Además, es un fenómeno más fácil de enfrentar.