La prensa costarricense, dice el Gobierno, merece el calificativo de «canalla». No es solo La Nación. El intento de deslegitimación recae sobre todos salvo los obsecuentes. Medios de comunicación de todo tipo y periodistas individuales son blanco del epíteto, no importa el tema de sus publicaciones o preguntas.
Un joven comunicador inquirió sobre un posible conflicto de interés en la prórroga del contrato de puerto Caldera a una empresa vinculada con la familia de Calixto Chaves, asesor del presidente Rodrigo Chaves y contribuyente a su campaña. La pregunta no podría ser más legítima, pero la respuesta consistió en calificarla de «canallada».
Si los periodistas no pueden hacer cuestionamientos sobre el manejo de la cosa pública sin ser tildados de canallas, el país renunciaría a uno de los principales contrapesos al poder. Costa Rica no es la única nación donde se ensaya la táctica. Más bien está llegando tarde a un fenómeno potenciado por las redes sociales y los ejércitos de troles a disposición de los gobernantes de este corte.
Antes de aceptar la etiqueta de «canallas» para los medios de comunicación independientes y los periodistas comprometidos con su función esencial para el sistema democrático, la ciudadanía debe recapacitar sobre los aportes de la prensa al mejoramiento de las instituciones y la lucha contra el abuso. Para igualar esos méritos, la actual administración requeriría de muchos años de constante empeño.
Los discursos contra la corrupción y los corruptos, sin mencionarlos en concreto ni mover un dedo para llevarlos a la justicia, son un mensaje hueco. La presentación de proyectos de ley con normas ya existentes en el ordenamiento jurídico no pasa de ser una gesticulación inútil.
Útiles son los reportajes sobre la llamada «pifia» en la ruta a la terminal de Moín que desencadenaron, según el OIJ, la investigación del caso «Cochinilla». También los reportajes sobre el narcotráfico que en la década del ochenta conmocionaron a todos los poderes de la República, con la salvedad del Tribunal Supremo de Elecciones. La lista es interminable, pero los periodistas y medios que tantas veces se plantaron ante los abusos del poder e, incluso, ante fuerzas más siniestras, hoy son «canallas».
Si el poder consigue amedrentar a una prensa plural y diversa, desarrollada en el marco de un régimen democrático y con las responsabilidades fijadas por ley, los ciudadanos, titulares en primera instancia del derecho humano a la libre expresión, sufrirán un irremediable menoscabo de ese derecho.
Por eso, este editorial no trata del abuso cometido contra La Nación. El propósito es advertir sobre la amenaza al derecho de todos a buscar, difundir y recibir información e ideas de cualquier tipo. La labor de buscar y difundir la hacen profesionalmente los periodistas, pero constituye un derecho universal, como la facultad de recibir el fruto de ese trabajo.
La retórica violenta, dirigida a descalificar, afecta esos derechos cuando logra amedrentar y silenciar. En otras latitudes lo ha conseguido, sea con la represión desde el poder o con ayuda de sectores descontentos a quienes se les inventan enemigos donde solo existen ciudadanos con pleno derecho de preguntar, debatir e informar.
El peligro de seguir esa ruta es grande. Por eso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomienda a los gobiernos democráticos seguir el camino contrario: «Adoptar un discurso público que contribuya a prevenir la violencia contra periodistas y que no los exponga a un mayor riesgo, así como reconocer de manera constante, clara, pública y firme la legitimidad y el valor de la labor periodística, aun cuando la información difundida pueda resultar crítica, inconveniente e inoportuna para los intereses del gobierno. Las autoridades tienen la obligación de condenar enérgicamente las agresiones contra periodistas y alentar a las autoridades competentes a actuar con la debida diligencia y celeridad en el esclarecimiento de los hechos y en la sanción de los responsables».