La protección del denunciante ha demostrado su eficacia para combatir la corrupción en muchos países, especialmente en el sector público. Ofrece ventajas sobre la idea de premiar u ofrecer recompensas porque, más allá del interés pecuniario, descansa sobre el impulso a actuar con corrección, y esa inclinación es más común de lo que se podría creer en un mundo dominado por el cinismo.
Los diputados de las comisiones legislativas han sido testigos presenciales de la valentía de funcionarios dispuestos a decir la verdad pese a las represalias sufridas y los interrogatorios hostiles. Merecen protección y elogios, más que premios materiales ofrecidos en el caso de una condena superior a cuatro años de cárcel, como propone un deficiente proyecto de ley introducido en la corriente legislativa.
El denunciante motivado por la defensa del interés social no plantea acusaciones aventuradas con la esperanza de una recompensa material. Ni somete a los denunciados a procesos injustos ni induce al desperdicio de recursos investigativos en el seguimiento de pistas endebles.
En este campo, como en tantos otros, sentencias de la Sala Constitucional han llenado vacíos dejados por falta de mención explícita en la ley. En el 2016, los magistrados condenaron por unanimidad al Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer) por sancionar al jefe de talleres en represalia por su denuncia, mediante la prensa, de las deficiencias en el mantenimiento de los trenes Apolo, utilizados por miles de personas para desplazarse.
El valor de la denuncia de quienes están en posición de conocer las desviaciones bien ameritaba el esfuerzo de aprobar, en la Asamblea Legislativa, una norma para desarrollar los principios constitucionales de donde la Sala extrajo la protección conferida al funcionario del Incofer.
En los países anglosajones, particularmente en los Estados Unidos, el amparo del whistleblower —o el silbatero que llama la atención sobre un hecho anómalo— tiene años de incorporado a la legislación. Si bien la jurisprudencia de la Sala es un valioso asidero para reclamar una protección equivalente en nuestro país, hacía falta una ley específica para definir mejor los derechos del denunciante y las consecuencias de violarlos.
Las posibilidades de encontrar protección estaban dispersas en una diversidad de normas y, desde el 2016, en la jurisprudencia. Unificarlas y darles la claridad requerida para estimular la denuncia es una valiosa contribución a la lucha contra uno de los males más lesivos para la vida en democracia. La corrupción figura constantemente entre las preocupaciones de los ciudadanos y está entre las causas del desapego y desencanto con el sistema.
La aprobación de una buena ley de protección a los “silbateros” es un compromiso con la transparencia, más allá de gestos insinceros y teatrales. La aplicación de la nueva normativa dirá si hay necesidad de ajustes, especialmente para evitar posibles abusos en procura de acceso al fuero de protección para quien no lo merece. Por ningún motivo se debe tolerar la banalización de un instrumento tan importante para combatir el principal vicio de nuestra democracia.
En palabras del expresidente estadounidense Barack Obama: “Con frecuencia, la mejor fuente de información sobre el desperdicio, fraude y abuso en el gobierno es un funcionario comprometido con la integridad pública y dispuesto a hablar. Esos actos de valor y patriotismo, que en ocasiones salvan vidas y a menudo los recursos de los contribuyentes, deben ser alentados en vez de reprimidos. Debemos empoderar a los empleados federales para que sean perros guardianes frente a las malas actuaciones y socios del buen desempeño”.