El legislador nunca imaginó un escenario donde el presupuesto publicitario del Estado fluye, al son de miles de millones de colones, hacia la agencia de publicidad del Sistema Nacional de Radio y Televisión (Sinart). Poner esa fortuna en manos de una institución organizada como sociedad anónima, con el Consejo de Gobierno como asamblea general de accionistas y bajo la conducción de un Consejo Ejecutivo con amplia mayoría de integrantes nombrados por el Poder Ejecutivo, es tentar el abuso de los recursos públicos para construir una enorme maquinaria de influencia política.
Hasta ahora, ningún gobierno había acumulado tantos recursos en la agencia, con tan abierta intervención de las más altas autoridades, incluida la Casa Presidencial, para dirigir los fondos hacia el Sinart, sin reparar en la oposición de los expertos asignados para administrar el presupuesto publicitario de cada institución.
El buen criterio de esos expertos y la motivación natural de las instituciones —especialmente las empresas estatales sometidas a régimen de competencia— para optimizar los resultados de su inversión explica por qué la ley no confió en la capacidad del Sinart para mantenerse por sí mismo y le asignó, además de las partidas correspondientes de los presupuestos ordinarios y extraordinarios de la República, un porcentaje mínimo de la pauta estatal.
La Asamblea Legislativa, la Defensoría de los Habitantes, la Contraloría General de la República, las instituciones autónomas y semiautónomas, las empresas públicas y demás entes menores, así como todas las instituciones y dependencias del Poder Ejecutivo, están obligadas a pautar en el Sinart, mediante su agencia de publicidad, al menos el 10 % del dinero destinado a publicidad e información en radio, televisión u otros medios de comunicación.
La clara intención es asegurar el financiamiento del sistema con partidas presupuestarias y un subsidio constituido por ese 10 % de pauta obligatoria porque la tercera fuente de ingresos prevista está destinada a ser marginal. Se trata de “los ingresos y el rendimiento de las actividades que realice, la comercialización y las ventas de sus productos o espacios y la participación en el mercado de la publicidad”.
Por su naturaleza, el Sinart no está llamado a ser un fuerte competidor en el mercado publicitario y los anunciantes, públicos y privados, sacan mayor provecho de su inversión en los demás medios. La mejor prueba está en la escasa participación de ambos sectores, fuera de lo exigido por ley al ámbito público, en los medios del Sinart y en su agencia. Esta última tampoco ha logrado ser competitiva y aun ahora subcontrata muchos servicios. Estas razones de mercado, por sí mismas, alejaban el temor de una peligrosa acumulación de recursos públicos que, mal manejados, podrían servir para castigar líneas editoriales críticas del gobierno o fomentar los elogios.
La actual administración subvirtió esa lógica y puso a las instituciones a dirigir su presupuesto a la agencia del Sinart, que tiene instrucciones de invertirlo de conformidad con criterios de “democratización” y no de eficacia. En adelante, las instituciones se dividirán en dos grandes categorías: las perjudicadas por la ventaja concedida a sus competidores con el desperdicio del presupuesto publicitario y las que desde un principio no necesitaban ese presupuesto y nada sufren al desperdiciarlo.
Ahora, “la participación en el mercado de la publicidad” se ha convertido, artificialmente y a costa de los recursos públicos y la competitividad de las empresas estatales, en un importante rubro del negocio del Sinart, con grave peligro para los procesos democráticos.
Para retomar los fines originales del sistema, es evidente la necesidad de dos reformas legislativas. Una para limitar al 10 % la inversión del presupuesto publicitario y de información de las instituciones públicas en pauta del Sinart, en lugar de exigir un gasto de “al menos el 10 %”, sin techo alguno. La otra es impedir a la agencia del Sinart participar en el mercado publicitario más allá del manejo de la pauta recibida del Estado o los particulares para los medios propios del sistema. El Estado no tiene por qué participar en el negocio publicitario y los riesgos de permitírselo superan en mucho las ventajas.