Ningún Estado debe utilizar la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial e independencia de otros. Ninguna adquisición territorial producto de esas acciones es legal. Los líderes políticos y militares deben ser juzgados y rendir cuentas por los crímenes de lesa humanidad que hayan cometido. El respeto del derecho humanitario, en particular la protección de civiles durante conflictos armados, es irrenunciable. La búsqueda de la paz justa y duradera es el fundamento de la paz y la seguridad internacionales. Las partes beligerantes en cualquier conflicto deben abstenerse de acciones que conduzcan a su escalada.
Los anteriores han sido principios esenciales de nuestra política exterior. Por décadas, han formado parte del núcleo pétreo para orientar dicha política, que se fundamenta en el impulso a los derechos humanos, el derecho internacional, la paz, la integridad territorial, la igualdad soberana de los Estados y el rechazo al uso injustificado de la fuerza.
Todos estos valores y objetivos estaban contenidos en una resolución presentada a la Asamblea General de las Naciones Unidas el pasado lunes 24 de febrero, que pidió, entre otras cosas, “un pronto cese de hostilidades y una resolución pacífica de la guerra contra Ucrania”. Todos esos valores y objetivos, además, han sido violados por el régimen ruso desde su invasión a ese país, el 24 de febrero de 2022.
Por ello, y por la clara convergencia del contenido de la resolución con nuestros valores e intereses, Costa Rica, inicialmente, estuvo entre los 53 países copatrocinadores de la resolución, distribuida en la ONU el 18 de febrero. Pero, ¡sorpresa!, lejos de votar a su favor, seis días después nos abstuvimos de hacerlo, mientras otros 93 Estados miembros lograron su aprobación, con la oposición de Estados Unidos, Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte y dictaduras afines: una turbia convergencia nunca vista en la historia de la organización.
El mensaje que enviamos con tan repudiable decisión es funesto. De arranque, hicimos un ridículo, al desdecirnos de lo que habíamos propuesto: un retruécano sin precedentes en el accionar de la Cancillería, que deja muy mal parado a su jerarca, Arnoldo André, quien presumiblemente aspira a la secretaría general de la Organización de Estados Americanos (OEA). Por ello, el abrupto cambio levanta serias dudas sobre la conducción de nuestro mermado aparato diplomático y sugiere que la posición varió por presiones o negociaciones oportunistas a las que decidimos plegarnos.
Aún peor que lo anterior es haber renegado de principios fundamentales de nuestra política exterior, y que, al hacerlo, desdeñáramos cuán importante es la vigencia del derecho internacional como fuente para guiar las relaciones entre países. Su vigencia tiene particular relevancia para proteger la integridad de aquellos que, como el nuestro, somos pequeños y desarmados. Es decir, no solo estamos hablando de ideales y valores esenciales enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, sino también de intereses. No olvidemos, por ejemplo, que fue gracias a una decisión de la Corte Internacional de Justicia que se puso fin a la intervención del régimen de Daniel Ortega en una parte de nuestro territorio.
Conscientes de lo anterior, y solidarios con un pueblo que ha sufrido inenarrables muertes y destrucción a manos del invasor ruso, es que, desde que se produjo su agresión, habíamos votado a favor de las resoluciones de condena en la Asamblea General de la ONU. También lo hicimos en marzo de 2014, a finales del gobierno de Laura Chinchilla, ante la anexión de la península de Crimea. Entonces copatrocinamos una exitosa resolución de condena al referéndum impuesto por Moscú para legitimar su acción. Nuestro argumento central, celebrado por la prensa internacional, fue obvio: “Si no nos manifestamos ahora ante las implicaciones de hechos tan graves, crearemos condiciones para más, y quizá peores, violaciones futuras”. Así ocurrió ocho años después y así podría ocurrir en el futuro si nos allanamos ante las agresiones con indignas abstenciones.
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Esta actitud clara y definida dista mucho de los dobleces retóricos utilizados por el canciller André para justificar la inaceptable decisión del 24 de febrero. La “paz justa y duradera” a que se refirió en un corto video, jamás debe implicar olvidarse de las múltiples violaciones cometidas por el agresor; menos de los derechos de los ucranianos. Nadie como ellos desea la paz, y nadie como ellos sabe cuáles han sido los orígenes de la guerra y la necesidad de condenarlos con decisión y dignidad.
Nuestro gobierno se apartó de esa ruta. Repudiamos y nos avergonzamos de su decisión, que representa una funesta mancha para el país.
