El incidente está bajo investigación, pero todo hace pensar que la diputada Marolin Azofeifa fue víctima de un caso de ira de carretera (road rage, dicen los estadounidenses para describir la violencia desatada en las vías por la menor provocación, casi siempre involuntaria).
La legisladora del bloque Nueva República regresaba de Guanacaste, el lunes, y cerca de Turrúcares, sobre la ruta 27, cambió de carril y estuvo a punto de chocar. El conductor del otro vehículo se adelantó y amenazó a la legisladora con una potente arma de fuego. Azofeifa dice no tener claro lo sucedido, pero confirmó haber sido amenazada con el arma. No importan las motivaciones del sujeto, creó un riesgo imputable a la portación del arma. A falta de la pistola, un incidente como el descrito no habría pasado del insulto o el pitazo estridente y prolongado.
El sospechoso fue detenido poco después por la policía en las inmediaciones del parque de Turrúcares. Por fortuna no hubo heridos, pero similares circunstancias han culminado en muertes y lesiones de consideración. Con la víctima y sus familiares, también sufren daño el victimario y los suyos. Unos segundos de enojo, potenciados por la cercanía de un arma de fuego, son capaces de transformar a un ciudadano común, sin antecedentes penales, en homicida.
Los ejemplos abundan y no se limitan a las carreteras. Las muertes por violencia doméstica o por enojos de vecindario, además de los accidentes con armas de fuego, son demasiado comunes y alimentan nuestra tasa de homicidios, de dimensiones epidémicas según parámetros de la Organización Mundial de la Salud. En la mayor cantidad de esos homicidios intervienen armas de fuego.
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Para ser un país de inclinaciones pacifistas, estamos muy bien armados. El número de armas de fuego se estima en medio millón, de las cuales solo la mitad están registradas. Los expertos coinciden en señalar la existencia de un bien abastecido mercado negro. Para colmo de males, el registro y portación no plantean exigencias rigurosas.
No obstante, los esfuerzos para fortalecer el control, incluso los desplegados por la actual administración, han producido avances muy limitados. En un país sin cacería desde el 2012, la tenencia de armas para fines deportivos se reduciría al tiro al blanco, practicado por muy pocas personas. Tampoco tenemos, por fortuna, la discusión constitucional estadounidense sobre el derecho a portar armas. El debate se centra, en consecuencia, en la defensa personal.
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Las estadísticas y los expertos coinciden en señalar el bajísimo porcentaje de éxito en casos de legítima defensa con armas de fuego y el riesgo para la víctima armada, cuya probabilidad de salir herida de un asalto es muy superior. El delincuente va preparado para la confrontación y aprovecha la sorpresa para salir bien librado. Carece, además, de los escrúpulos del ciudadano común, armado pero reacio a apretar el gatillo sin pensarlo un instante más, suficiente para otorgar al adversario la ventaja definitiva.
Una legislación más restrictiva de la tenencia de armas y un control más estricto sobre su portación contribuirían a reducir las trágicas consecuencias del enojo momentáneo, sea en los hogares o en las calles. Es una justificación suficiente frente a las poquísimas ventajas de la situación actual. En 20 años, la tenencia legal de armas aumentó un 150 %, pero la inscripción no las hace menos letales. Muchos homicidios ajenos a la delincuencia habitual pudieron haberse evitado si un arma no hubiera estado cerca del homicida circunstancial y encolerizado. Otro tanto vale para suicidios y accidentes, con frecuencia protagonizados por niños.