El último acto del sainete de la llamada ley jaguar plantea la posibilidad de invertir ¢3.000 millones en un referéndum para aprobar o rechazar una norma ya existente en el ordenamiento jurídico. La reforma ya no pretende recortar las facultades de la Contraloría General de la República para ejercer sus labores de fiscalización, ni elimina la obligatoriedad de acatar sus disposiciones, ni establece la posibilidad de contratar obras públicas a dedo.
Todas esas iniciativas fueron declaradas contrarias a la Constitución por la Sala IV. Solo sobrevivió parte de un artículo dedicado a señalar que la Contraloría no puede sustituir o abarcar “asuntos que corresponden exclusivamente a las competencias propias de la administración pública activa en toda su extensión".
El ordenamiento jurídico ya impone esa limitación a la Contraloría. No hacerlo implicaría establecer una administración paralela, también encargada de ejercer funciones decisorias, ejecutivas, resolutorias, directivas u operativas de la Administración, para utilizar la definición del artículo 2 de la Ley General de Control Interno. En cambio, la Contraloría, según su ley orgánica, “es el órgano rector del ordenamiento de control y fiscalización superiores”, nada más.
Si la tercera versión de la ley jaguar, desprovista de todas sus pretensiones originales, fuera aprobada en un referéndum para consagrar el par de verbos sobrevivientes a los dos escrutinios de la Sala Constitucional, nada cambiaría en términos prácticos. Esa realidad confronta al Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) con una decisión inédita. Hasta donde alcanza la memoria, nadie ha planteado la celebración de un referéndum para aprobar, con otro vocabulario, una ley ya existente.
Los magistrados del TSE, como cualquier otro funcionario, no pueden ignorar el principio de administración racional de los recursos públicos. Un referéndum cuesta ¢3.000 millones y, en medio de la estrechez fiscal pregonada por el propio gobierno para justificar recortes de la inversión en educación, seguridad y salud, es irracional invertir esa suma en una votación para reiterar una norma ya establecida.
La propuesta tampoco armoniza con la naturaleza y propósitos del referéndum. El mecanismo existe para modificar la ley o aprobar normas nuevas, no para ratificar las existentes o hacer cambios insustanciales, sin efecto alguno sobre la realidad. La intrascendencia del último retazo de la ley jaguar queda en evidencia con un somero examen de las pretensiones iniciales.
No hablemos ya de las abandonadas reformas a las leyes de contratación y de Japdeva, la fracasada limitación de las potestades de fiscalización de la Contraloría y del obligatorio acatamiento de sus directrices, sino de la cantidad de verbos eliminados en la nueva versión del único artículo propuesto para un referéndum. Además de señalar que la Contraloría no podría sustituir o abarcar asuntos que corresponden exclusivamente a las competencias propias de la administración pública activa, la redacción original le prohibía “interferir, ordenar, interpretar, advertir, recordar y recomendar”. Ese sí era un cambio, aunque claramente inconstitucional.
La Asamblea Legislativa también recibió una carta, de confusa redacción, para solicitar su concurso en el llamado a referéndum. Sorprendería si el camino de la convocatoria conjunta del Congreso y el Ejecutivo no estuviera cerrado para este tercer intento, escuálido y con pretensiones carentes de sentido. Ahorrar los ¢3.000 millones y el desgaste del TSE en un año electoral son dos buenas razones para negar el voto a la propuesta y dejar el asunto en manos del Tribunal y la eventual recolección de firmas por los impulsores de la iniciativa popular.